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Entre lo que una campaña dice figura, destacado, lo que no se dice. Los silencios esclavizan tanto como las palabras. El más estruendoso silencio de estos días: Jordi Pujol. Es raro. Desde hace 30 años es el hombre más influyente de Cataluña. Para mal, desde luego: pero a mí no me cree nadie. Pujol, con independencia del juicio que merezca: no hay duda de que políticos y medios lo están despidiendo con una racanería asombrosa. Tiendo a pensar que con la misma rácana pasión intelectual que ha diseminado su propia acción de gobierno. Aún es la hora de que las televisiones públicas dediquen a uno de los protagonistas fundacionales de la Cataluña moderna la serie de reportajes objetiva y profunda que merece. El otro día, lo mismo en las librerías. Unos cuantos libros de urgencia comercial sobre la despedida. Chascarrillos.
Pero lo llamativo es el silencio del candidato Artur Mas. Es difícil hacer campaña con una sombra. La dificultad de Al Gore con Bill Clinton. O de Joaquín Almunia con Felipe González. Aunque en la sombra del primero iba incluida -al menos- una fellatio oval y en la del segundo ciertas irregularidades de gestión. Mas insiste en su figura de relevista: pero oculta al que le da el testigo. Menos Pujol es Mas. Cabría recordar que Gore y Almunia perdieron.
Admito que hasta hace dos días esta impresión personal sobre la reducción de Pujol a unos puntos suspensivos (que quizá tenga bastante que ver con crudos factores puramente personales: el primero, la vanidad como resultado de la debilidad) podía ser discutida. Al fin y al cabo puede que yo tenga a Pujol por más de lo que merece. Pero el otro día leí en este periódico una información hermosamente titulada Artur Mas se presenta como heredero de Pujol para obtener el voto de los jubilados que daba cuenta de un mitin en Ripoll. Una novedad: lo usaba y daba muestras de quererle. Incluso se fundieron en un largo abrazo videográfico, del que Mas, sin embargo, logró rehacerse.
O sea, que lo tiene para dar de llorar a los viejecitos.
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