El Pijoaparte
¡Virgen Santísima! Estamos a una semana de las elecciones y las cadenas de televisión, las radios y los papeles -y la gente de la calle- no hablan de otra cosa que no sean las peripecias de la parejita. Que si doña Letizia es un buen fichaje, que si doña Letizia hizo o no hizo la primera comunión, que dónde dormirá estos días doña Letizia, que si el marqués de Tal ha dicho que doña Letizia... Y otro tanto de su prometido, el gigante don Felipe, nuestro futuro, si Dios quiere, Felipe VI. Los políticos deben de estar que trinan. Con razón.
Al margen de ese auténtico bombazo mediático que nos ha ofrecido la Casa Real, mi semana barcelonesa ha transcurrido muy agradablemente en torno a los homenajes que la Universidad de Barcelona y el barrio del Carmelo, respectivamente, le han tributado a mi buen amigo Juan Marsé. La universidad organizó un simposio, el primer simposio internacional Juan Marsé (3, 4 y 5 de noviembre), y los responsables del mismo tuvieron la gentileza de invitarme a participar en la mesa redonda de clausura en la que, junto a Marsé, coincidimos Beatriz de Moura, Arturo Pérez Reverte, Javier Coma (que sustituyó al recientemente fallecido Manolo Vázquez Montalbán) y un servidor.
El acto se celebraba en el aula magna, un lugar que cuando era universitario siempre me inspiró un cierto terror. Probablemente porque la primera vez que la visité fue para escuchar la lección magistral que nos dio el doctor López Ibor con motivo de la inauguración de la Escuela de Criminología, aupada por Octavio Pérez Vitoria, el bello Octavio, nuestro querido catedrático de Derecho Penal. El comienzo de la lección del ilustre psiquiatra se me ha quedado grabado en la memoria. Decía así: "¿Quién de ustedes no ha pensado alguna vez en asesinar a su padre?".
Confieso que me produjo una cierta perplejidad, y también una cierta gracia, compartir la tribuna del aula magna con mi viejo colega Javier Coma -el hombre que lo sabe todo, absolutamente todo, sobre la novela y el cine norteamericanos del periodo comprendido entre los años veinte y sesenta del pasado siglo- para hablar de Marsé. Porque Coma y yo pertenecemos a esa generación de "señoritos" -no sé si "de mierda"- que Marsé ridiculiza en su novela Últimas tardes con Teresa. Aunque, a decir verdad, nuestra "calentura ideológica estudiantil", la de Javier y la mía, no iba más allá de la lectura de las Réflexions sur la peine capitale de Koestler y Camus (dos autores que nuestros compañeros psuqueros despreciaban) y nos pasábamos la mayor parte del tiempo viendo pelis, escuchando discos de jazz, leyendo novelas negras y persiguiendo alguna que otra extranjera. Pero lo cierto es que me lo pasé muy bien en el aula magna, sobre todo cuando el académico Pérez Reverte, poseído de un arrebato folletinesco, calificó de héroe al Pijoaparte, la celebérrima criatura de Marsé, y nos lo presentó en un bar de Sarajevo o de Beirut tomando copas con D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, después de su último desafío con "la pierna recia, confortable, sosegadamente familiar y catalana de la señora Serrat", como describió Marsé a la pierna de la mamá de Teresa. Al día siguiente, el jueves, subí al Carmelo para participar en otra mesa redonda, esta vez sobre los orígenes del Pijoaparte. Junto a Marsé nos sentamos Antonio Pérez, David Castillo y un servidor. La mesa se montó en el salón de actos de la flamante biblioteca El Carmel-Juan Marsé, un espléndido edificio que se halla situado en la calle de la Murtra número 135-145, en lo que antes era un solar donde iban a mear los perros y por donde corrían las ratas, en el punto que fuera más conflictivo -drogas, navajazos...- del Carmelo, donde los edificios se resquebrajaban y se venían abajo, afectados por la aluminosis, según me cuenta David Castillo. Marsé se siente muy orgulloso de esta biblioteca que lleva su nombre, por el lugar donde se halla, por lo bien provista que está y por el público -muchos jóvenes- que la frecuenta (una media de ¡1.800 visitas diarias!).
En aquella mesa, aparte de la gracia y el salero de Marsé para contar anécdotas, la atracción indiscutible la constituyó la presencia de Antonio Pérez, un tipo extraordinario que acababa de llegar de Cuenca, donde vive rodeado de sus cuadros y de sus libros, y al que Marsé conoció en París al comienzo de los años sesenta. A la sazón, Antonio trabajaba en la mítica revista y editorial Ruedo Ibérico, de la que había sido uno de sus fundadores. Fue Antonio quien bautizó al Pijoaparte con su no menos mítico nombre. En el Carmelo nos contó, para regocijo de los allí presentes, que Antonio se hallaba una tarde sentado en un banco de una plaza de Lausana, frente al lago, cuando vio a unos tipos que daban brincos por la calle al tiempo que cantaban una tonadilla cuya letra decía así: "Si quieres que te la meta al estilo Cartagena / pon el culo boca arriba y el vientre contra la arena". Antonio se dirigió hacia ellos. Eran trabajadores españoles, murcianos, para más señas. Uno de ellos se presentó: "Manolo Pijoaparte". Y se fueron a tomar copas. Poco después, en París, paseando por el Pont Neuf, Antonio le contó la anécdota a Marsé y así salió el apodo de Manolo Reyes, el xarnego del Carmelo de Últimas tardes con Teresa. Manolo, el Pijoaparte.
En uno de sus poemas, Jaime Gil de Biedma, otro padre o padrino moral del Pijoaparte, hablando de otra montaña barcelonesa -la de Montjuïc- se refiere a "estos chavas nacidos en el Sur", que hablan en catalán y dice: "Sean ellos sin más preparación / que su instinto de vida / más fuertes al final que el patrón que les paga / y que el salta-taulells que les desprecia: / que la ciudad les pertenezca un día. Como les pertenece esta montaña, / este despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía". A Jaime le hubiese encantado poder ver esa biblioteca El Carmel-Juan Marsé que hoy se levanta en la montaña de todos los Pijoaparte.
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