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Una impugnación equivocada

Según parece, si Dios no lo impide, la semana próxima nuestro Gobierno presentará ante el Tribunal Constitucional un recurso contra el tristemente famoso Plan Ibarretxe. No es un recurso de inconstitucionalidad como inicialmente se dijo, quizás porque ni el Gobierno ni sus asesores pensaron nunca en un recurso de ese género, o quizás, aunque esto es menos probable, porque al uno, o a los otros, o a todos, les hicieron mella las razones que muchos dimos para explicar que era imposible presentar un recurso de inconstitucionalidad frente a un proyecto de ley. La vía elegida para atacar ese Plan ha resultado ser otra, sin denominación específica ni en la Constitución ni en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Al regularla, la Constitución se limita a decir que el Gobierno podrá impugnar las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas, y el Título V de la Ley, que establece el procedimiento a seguir para esas impugnaciones, tampoco las llama recursos, ni les da ningún otro nombre. De hecho, añade poco a lo que ya la Constitución dice. Señala que la impugnación habrá de hacerse en el plazo de dos meses, que se tramitará en la forma prevista para los conflictos de competencia y que las disposiciones impugnables son las disposiciones normativas sin fuerza de ley, sin añadir ninguna precisión adicional en relación con las resoluciones; seguramente porque, como después se dirá, no hacía maldita falta. Yo he tenido desde 1980 muchas reservas sobre este procedimiento, cuyo carácter innominado no es casual, pero prescindo de ellas porque lo único que ahora pretendo sostener es que, en el presente caso, su aplicación es tan disparatada y jurídicamente tan absurda como la del recurso de inconstitucionalidad.

La razón que me lleva a pensar así es muy simple: se le llame como se le llame, propuesta, proposición o proyecto, es seguro que el Plan Ibarretxe no es ni una disposición normativa ni una resolución, que son los únicos objetos posibles de una impugnación de este género. Ni dispone nada, ni resuelve nada, y por eso no puede pedírsele a su autor que lo derogue o lo anule, como cabría hacer, según la misma Ley del Tribunal (artículos 62 y 63) si fuese una disposición, resolución o acto que viole el orden competencial. Aunque el término resolución se emplea en otras ramas del Derecho, y en todas con significados que lo hacen inaplicable al Plan Ibarretxe, en el campo del Derecho Administrativo, que es en donde se utiliza con mayor frecuencia, la resolución es siempre una manifestación de voluntad y las únicas resoluciones impugnables son las que ponen término a un procedimiento porque deciden sobre el fondo o hacen imposible su continuación, circunstancias que obviamente no se dan en este lamentable texto. El Gobierno vasco ha hecho uso de la facultad de iniciativa, que le permite participar en el ejercicio del poder legislativo, proponiendo al Parlamento, para que lo apruebe o lo rechace, con modificaciones o sin ellas, un texto que dejará de existir como obra del Gobierno una vez que el Parlamento haya manifestado su propia voluntad. El único destinatario del Plan es el propio Parlamento y la única obligación que le impone es la de pronunciarse sobre él, hacerlo objeto de deliberación, si lo acepta a trámite, y como consecuencia de ella, rechazarlo, o transformarlo en obra suya, con las enmiendas que acuerde.

Y como éste es el único efecto del Plan, y el Parlamento su único destinatario, será también el Parlamento el único órgano afectado por la impugnación que se ha decidido presentar, cuyo efecto más destacado es el de producir automáticamente la suspensión de la disposición o resolución impugnada, una suspensión que el Tribunal Constitucional tiene que ratificar o levantar dentro de los siguientes cinco meses. Como realmente no hay disposición ni resolución ninguna que suspender, lo único que cabe suspender es la deliberación parlamentaria sobre el Plan. Ésta es la única consecuencia de la tal impugnación y ésta es la razón que explica su presentación. De esa razón derivan también las que yo creo tener para expresar mi opinión discordante, con cuya exposición concluyo.

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No es necesario explicar al lector que la salvedad que al comienzo hago acerca de una posible intervención divina es pura retórica. No creo que exista posibilidad alguna de que Dios impida el dislate de nuestro Gobierno. Seguramente tiene cosas más importantes que hacer y, en todo caso, ha dado pruebas más que suficientes de su desinterés por el Gobierno vasco, tan manifiestamente dejado de su mano. Y si creo que Dios no lo impedirá, juzgue el lector cuáles son las ilusiones que puedo hacerme sobre mi propia capacidad para hacerlo. No es la esperanza de sacarlo de él la que me lleva a denunciar el error del Gobierno. Ni, por supuesto, la de frenar su ofensiva contra el Plan Ibarretxe, o reconfortar a sus autores. Más bien lo contrario. Desde todas las perspectivas posibles, ética, política, jurídica o simplemente lógica, el tal Plan es una mostruosidad de tal calibre que lo único que puede impedir su derrota es el empecinamiento de sus adversarios en utilizar para combatirlo instrumentos igualmente disparatados, y esta impugnación es uno de ellos. La única posibilidad que tiene de prosperar la culminación de la ignominia es la de que se empleen para combatirla instrumentos ignominiosos. No creo yo, como he dicho en este periódico, que quepa dialogar con quien expone su postura como un ultimátum, pero no hay que perder ocasión de denunciar lo que hay de inaceptable en esa actitud, como el pasado jueves hacía, por ejemplo, Javier Guevara en estas misma páginas, ni menos aún impedir que eso se haga precisamente en el Parlamento, que para eso está. Acudir a los tribunales para que el Parlamento no haga lo que le es propio es ir contra la democracia parlamentaria, contra los tribunales y contra el propio Estado de Derecho.

Lo primero parece bastante obvio. Obstaculizar la deliberación del Parlamento sobre una propuesta del Gobierno, por disparatada que ésta sea, y quizás tanto más cuanto más disparatada sea, es maniatar al único órgano directamente legitimado por el voto de los ciudadanos, tratarlo como a un disminuido necesitado de tutela y protección. Pero también se va contra los Tribunales, o para decirlo con mayor exactitud, contra el Tribunal Constitucional.La eficacia de los Tribunales para desempeñar su función depende de su autoridad y ésta se ve muy amenazada cuando se echa sobre ellos más peso del que pueden soportar. Como dice el aforismo anglosajón, los casos difíciles producen mal derecho y el mal derecho merma la autoridad de los Tribunales ante los ciudadanos. De cualquier Tribunal, por poderoso e ilustre que sea. Recuérdese, por ejemplo, la merma de prestigio que hubo de sufrir la Corte Suprema de los Estados Unidos, obligada a resolver el enfrentamiento entre Al Gore y los hermanos Bush, que, a diferencia de los Hermanos Dalton, no se han tropezado aún con ningún Lucky Luke capaz de frenarlos.

Y sobre todo pierde el Estado de Derecho, transformado en Estado leguleyo. Bastan apenas unas gotitas de ingenio y un chorrito de audacia para elevar sobre la letra de los preceptos jurídicos, y olvidándose de su espíritu, una construcción aparentemente lógica, al servicio de los intereses que se quiere defender. Es algo que se hace a diario y que hasta tiene cierta justificación cuando se trata de defender intereses particulares, cuyas circunstancias concretas quizás hacen que sea injusta la solución a que llevaría una aplicación estricta de la ley. Pero es algo que el Estado no se puede permitir, porque al quedarse con la cáscara del Derecho, prescindiendo de su sustancia, se priva él mismo de la suya, de su legitimidad.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la U. Complutense y titular de la Cátedra Jean Monnet en el I. Universitario Ortega y Gasset.

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