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Columna
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Bodas y divorcios

La metáfora teatral tiene una larga tradición en las interpretaciones sociales y con resultados muy interesantes. Sin embargo, existe un rechazo injustificado hacia la representación, que se asocia con demasiada frecuencia al engaño y a la falsificación de los hechos, cuando en realidad vivimos continuamente entre películas. La escenificación de la boda del Príncipe es uno de los ejemplos más reales.

La puesta en escena de este matrimonio está llena de símbolos teatrales y eso no significa nada peyorativo. Surgen en esta presentación multitud de acciones enfocadas y desenfocadas, se mantiene un alto grado de coparticipación espontánea y el grado de implicación se percibe como un índice de la calidad de relación entre la pareja. Aparecen también desbordamientos, en forma de risas dentro de situaciones formales, o torpezas aparentes fruto de la tensión del momento. Los espectadores se identifican a veces excesivamente y otras se distancian hasta la crítica. Pero el significado último de la metáfora teatral está en lo que afirmó el mismo Príncipe al presentar su boda como un eslabón que garantiza la monarquía, que proporciona continuidad a la dinastía y nos engarza con la historia, además de las otras razones personales y afectivas. En la escena de este matrimonio, por otro lado, no aparece la endogamia de dos Casas Reales sino que se abre a una relación más actual entre la política y la prensa, entre los sucesos y el telediario.

Mientras este enlace representa la continuidad moderna de la historia, la Constitución, una especie de matrimonio colectivo entre los españoles, presenta claros síntomas de crisis. Algunos actores políticos tienen manifestaciones de cansancio después de 25 años de relaciones conyugales y, sin llegar al divorcio, coquetean con el replanteamiento o hasta con los inicios de una separación. Estos conflictos de pareja contagian a los protagonistas que se enzarzan en disputas familiares inesperadas y cargadas de afectividad, como ocurre entre Mayor Oreja y Piqué, entre Gallardón y sus parientes políticos o entre Zaplana y Camps, que no consiguen casarse ni por conveniencia. El matrimonio Real aparece como la compensación estratégica de un ambiente general de conflicto colectivo de parejas políticas.

Una vez más adquiere importancia aquella vieja hipótesis psicológica de que muchos políticos, aturdidos y perplejos ante su propio espejo, pretenden resolver sus problemas personales a través de la vida pública, ya sea para mejorar su autoestima o al menos para transformar sus crisis personales en dedicación a los demás. Una tendencia peligrosa que casi siempre termina en el fracaso o en la consulta de un psiquiatra.

Nos alejamos cada vez más de aquel supuesto básico de los viejos fundadores de la democracia que suponían un sentido común básico entre los ciudadanos, al margen de su mayor o menor información y educación, y que les llevaba a elegir lo más conveniente para todos, rectificando la elección cuando veían que la cosa no funcionaba. La representación política que nos rodea está escorando exageradamente hacia el tema de los amores y desamores, como si hubiera una desconfianza creciente hacia la racionalidad del electorado. Y eso puede significar el comienzo del fracaso de la democracia.

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