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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cosecha de guerra

"¡Puta guerra que se han inventado!", exclamó, indignado y dolorido, el periodista Antonio Baquero al conocer en Bagdad que su amigo y compañero José Couso acababa de morir, como resultado de las graves heridas que le había causado el disparo criminal de un blindado estadounidense. Esta frase, recogida en Días de guerra, las memorias bagdadíes escritas al alimón por Baquero, Ángeles Espinosa y Alberto Masegosa, recoge en su sencillez todo lo que fue, y sigue siendo, el conflicto de Irak. Estuvimos, y estamos, ante una guerra aún más canalla que otras porque ésta fue inventada. Desde el principio fue ilegal, ilegítima e innecesaria; un remedio peor que la enfermedad. Ni Sadam tenía armas de destrucción masivas, ni tenía nada que ver con el 11-S. Era un horrible tirano, como hay otros en el planeta, pero su derrocamiento por el procedimiento adoptado por Bush, y apoyado por Blair y Aznar, sólo ha traído más dolor e inseguridad al pueblo iraquí y más violencia y terrorismo a todo el mundo.

Unas cuantas páginas antes, Baquero, Espinosa y Masegosa relatan así como vivieron, el pasado 8 de abril, el impacto del blindado estadounidense que alcanzó el cuarto de Couso, en el hotel Palestina, donde ellos, como buena parte de la prensa internacional, también estaban alojados: "Y de pronto oímos el trallazo. El estruendo es ronco, como si alguien hubiera golpeado el hotel con un enorme cinturón. Son las doce menos cinco. Nunca habíamos escuchado una explosión tan cerca". Baquero, Espinosa y Masegosa, corresponsales de guerra, respectivamente, de El Periódico de Catalunya, EL PAÍS y la agencia Efe, pasaron miedo en Bagdad y muchas veces vieron de cerca el rostro de la muerte, y en particular aquel día infausto. Pero su diario bagdadí tiene el mérito de que no se regodea en ello. En Días de guerra, una insólita obra coral, ponen el acento en algo que no se cuenta demasiado: los múltiples problemas para informarse, transmitir y, sobre todo, buscarse la vida de los corresponsales de guerra, y la fuerte solidaridad que puede desarrollarse entre ellos. Lo más importante de este libro es que desmiente la idea que puede tener el público sobre la competencia asesina que nos libramos los periodistas. "Juntos", escribe este trío de informadores, "pasamos miedo, nos peleamos, nos reconciliamos, nos emocionamos e incluso, en ocasiones, llegamos a divertirnos".

La guerra de Irak ha sido, y es, tan odiada porque ha sido, y es, muy bien contada. Miles de periodistas han destripado, y siguen haciéndolo, desde Irak, Estados Unidos, Europa y el mundo árabe y musulmán sus múltiples entresijos. Y esta vez, los norteamericanos no tienen el monopolio de la información y el análisis. Si los spin doctors o maestros de la manipulación de la Casa Blanca, el Pentágono y la CIA no logran que cientos de millones de personas se traguen sus embustes es por la existencia de medios árabes, con Al Yazira a la cabeza, la valentía de la BBC británica y la honestidad de muchos reporteros de múltiples nacionalidades. Y esta vez, además, los medios y los profesionales españoles tienen un intenso protagonismo.

Al elevado precio de la vida

de dos compañeros -Couso y Julio Anguita Parrado-, la guerra de Irak ha supuesto la puesta de largo del periodismo de guerra español. Antes ya habían habido corresponsales españoles en Vietnam, Líbano, las dos primeras guerras del Golfo, Ruanda, los Balcanes, Liberia y otras matanzas, pero nunca en tal cantidad. Quizá tenga que ver con ello el hecho de que, por obra y gracia de la actitud de Aznarésta es la primera vez que nuestro país se ve tan directamente implicado en un conflicto bélico contemporáneo. En todo caso, el resultado de esa presencia fueron, y son, crónicas de guerra impresionantes en nuestros periódicos, emisoras de radio y cadenas de televisión. Y ahora nos llega, en forma de cosecha de libros, el relato algo más pausado de las peripecias de los corresponsales que estuvieron en los frentes en las pocas semanas que duró la primera fase de la guerra: la convencional.

"Dicté la crónica entre sollozos que casi no me dejaban hablar". Así cuenta Mercedes Gallego, en su Más allá de la batalla, el momento espantoso en que tuvo que transmitir a su periódico, El Correo, la primera información de urgencia sobre la muerte de Julio Anguita Parrado. Hay muchas lágrimas en las memorias de la guerra iraquí que están siendo publicadas por los corresponsales españoles. Y, sin embargo, ninguno de ellos lamenta haber estado allí. Al comienzo de su Reportero en Bagdad, Francisco Peregil, enviado de EL PAÍS, se pregunta: "¿Iría yo a otra guerra? ¿Irías a otra guerra, muchacho? La verdad es que... me iría ahora mismo". Y al final de este libro, Peregil vuelve sobre el asunto. "Al fin y al cabo", escribe, "alguien tendrá que contarlo. Cuando todos los funcionarios de la ONU se hayan marchado, cuando casi todas las embajadas hayan cerrado y los diplomáticos hayan vuelto a sus países, alguien tendrá que meterse entre el barro y las cenizas, entre los hospitales y las trincheras, por los puentes y los hoteles, para contar a la gente sencilla lo que la gente sencilla siente cuando los tanques avanzan".

Estados Unidos debería interrogarse seriamente sobre los desatinos que ha cometido en este conflicto: la idea misma de guerra preventiva, la actuación unilateral, en contra de aliados tan importantes como Francia y Alemania y sin la bendición de la ONU, el desconocimiento de las complejidades de Oriente Próximo, el menosprecio a los sentimientos nacionales de otros pueblos

... Pero a Estados Unidos, como señala Gore Vidal en la colección de artículos y entrevistas titulada Soñando con la guerra, se le ha ido la olla tras el 11-S. Se han promulgado toda una serie de leyes "draconianas, en verdad totalitarias" y "los tamtam siguen repicando venganza", escribe Gore Vidal, que lleva décadas sosteniendo que su país debería retornar a sus raíces jeffersonianas y republicanas, y dejar de inmiscuirse en los asuntos de otros países y en los asuntos privados de sus propios ciudadanos. "Creo", afirma, "que es hora de desmantelar el imperio".

Pero los norteamericanos siguen sin comprender por qué su política exterior suscita tanto odio. Hacen oídos sordos a sus verdaderos amigos y aliados, aquellos que no caen en la adulación y la ciega obediencia. Optan por despreciar las críticas de esos amigos y aliados, a los que insultan con calificativos como "viejos", "cobardes", "intelectuales" e "irrelevantes". Y así gente como Gabriel Koldo, profesor emérito de la York University de Toronto, se ve obligado a escribir en ¿Otro siglo de guerras?: "Estados Unidos se ha convertido en una superpotencia canalla y desestabilizadora, gobernada por hombres que inspiran miedo y ansiedad a amigos y enemigos por igual". En otro momento, Koldo señala: "La forma en la que los líderes estadounidenses están gestionando la política exterior no está trayendo la paz ni la seguridad al país, ni la estabilidad al extranjero".

Lo de Irak fue un palo de ciego; un ciego, eso sí, con un bastón muy poderoso. A Estados Unidos le resultó fácil derrotar a un ejército de desarrapados, pero le está resultando mucho más duro tener que enfrentarse a la resistencia cotidiana, en forma de guerrilla legítima o de atentados terroristas, de tantos iraquíes. La guerra continúa. Mercedes Gallego, que estuvo "empotrada" en las tropas del Pentágono que avanzaban por el desierto, lo dice al final de su Más allá de la batalla: "Muchos (soldados norteamericanos) siguen ahí, viendo caer a sus compañeros todos los días y pensando que mañana puede tocarles a ellos. Comprendiendo al fin lo absurdo de ocupar otro país".

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