¿Por qué?
El tiempo es un pez que se lo come todo. En las noches de verano, a mi hija pequeña le gusta ir a cenar al puerto de Rota. Pide pan, me lleva de la mano hasta el muelle y lo arroja al agua. La corteza se ablanda en un segundo, la miga se hincha como un cuerpo tumefacto que quiere repartirse entre el todo y la nada, y una multitud de lisas hambrientas devora el pan y luego desaparece.
Así es el tiempo, que lo devora todo con su raspa flexible y sus colmillos de sangre fría. La vida nos lleva de la mano hasta el muelle, arroja una noticia que hace temblar la superficie del agua, y el tiempo la devora sin que ocurra nada, sin que nadie pregunte. El cuerpo de los ahogados en las playas de la Bahía de Cádiz no provoca ninguna pregunta. La tragedia del mar, el resumen de la fatalidad de nuestro tiempo, conmueve, angustia, tal vez desata la piedad, pero no provoca preguntas. ¿Por qué pasan las cosas? Las preguntas dejan huellas en la ética, porque no exigen respuestas sino decisiones.
Cuando uno sale a pasear sobre las arenas de la ética, los pasos se convierten en una historia y señalan un camino determinado que a veces no se borra ni con el mar, ni con el tiempo. Es mejor conmoverse y no preguntar, no hacerse preguntas. Nos ayudan las lisas que surgen de la oscuridad para comerse las noticias y deshacerlas con los jugos gástricos del pasado.
¿Por qué ocurren las cosas? ¿Cómo suma y cómo resta la Historia en los ojos tranquilos de los ahogados? Nadie se lo pregunta, porque llegan las lisas del puerto, se comen el pan y nos permiten seguir viviendo. El corazón aprende a flotar como un corcho, transforma su latido carnal en una materia incomestible. No conviene que los corazones sean un trozo de pan, no vaya a ser que un día se caigan del muelle y desaparezcan bajo un tumulto de dientes minúsculos. El corcho no hace preguntas, se limita a flotar, a vivir, a mirar hacia otro lado, a dejarse llevar por la corriente. Las lisas tienen cara de café con leche y mañana de lunes, de rutina que cruza los semáforos y se refleja en los escaparates de las tiendas, de cielo de otoño que se llena de nubes y de frío hasta llamarse invierno, de autobús que pasa por la primavera y recoge a sus clientes en la esquina del verano para llevarlos al mar, a las playas de Rota y de El Puerto.
La rutina no hace preguntas, sólo flota, pasa, nos envuelve en un papel en el que fallan los bolígrafos cuando quieren dibujar un signo de interrogación. Pasan las lluvias, los fríos, los días laborables, los cumpleaños, los regalos de navidad, las rebajas de enero, los jardines de abril, los primeros brazos desnudos en la calle, los cuerpos de la playa, y nadie hace preguntas, ni calcula la distancia que hay entre una crema bronceadora y un cadáver, entre la silla de un restaurante y el muelle de un puerto. Las lisas lo devoran todo, nadan en una humillante desesperación que nada tiene que ver con alta mar y la fiereza pirata de los tiburones. Se alimentan de basuras, de residuos, de aguas sucias y manchadas de petróleo, de las pateras, de los desechos de la vida sin preguntas. Mi hija me lleva de la mano, arrojamos el pan, las lisas lo devoran y sólo queda en el agua el reflejo de nuestras caras.
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