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Reportaje:

Francia mira a los extremos

La izquierda radical pacta contra los socialistas, y el ultraderechista Le Pen aprovecha el descontento con el poder

Un congreso de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) aprobó un pacto con Lucha Obrera (LO) para presentar listas comunes a las elecciones regionales y europeas de 2004, rechazando todo entendimiento con socialistas y comunistas. A su vez, la ultraderecha, liderada por Jean-Marie Le Pen, se apunta a todos los descontentos creados por recientes medidas del Gobierno, decidida a convertir los próximos comicios en "la madre de todas las batallas". Más del 25% de los votos fueron a parar a candidaturas extremistas el año pasado, lo cual da la medida del desafío que tales operaciones representan para el sistema político.

Las tácticas oportunistas de la ultraderecha acongojan a la Unión por la Mayoría Popular (UMP), la actual mayoría. A la extrema derecha se le ha ocurrido presentarse como defensora de los 34.000 estanqueros de Francia, horrorizados ante el negro futuro que les reserva un Gobierno que subió el precio del tabaco un 20% en octubre y prepara otra subida similar para enero. Le Pen denuncia igualmente un plan gubernamental de viviendas sociales, del que dice que favorecerá "esencialmente a inmigrantes", poniéndolos, según él, por delante de las familias francesas. A partir de un resultado nada desdeñable en 2002 -uno de cada cinco votantes apoyó a Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales- el caudillo extremista pretende la jefatura de la región Provenza-Alpes-Costa Azul, y su hija Marine concurre en la de París, consolidando así a la familia como la dirección efectiva de la ultraderecha francesa.

Al otro extremo del arco político, los dos partidos trostkistas se han puesto de acuerdo en candidaturas conjuntas, con la finalidad declarada de unir los votos para quitarle a la patronal y a los financieros "el poder absoluto que se arrogan sobre la economía". Este sector rechaza todo arreglo con los partidos de la llamada "izquierda plural", que perdieron las elecciones presidenciales y legislativas del año pasado. Dirigentes socialistas y comunistas han denunciado la operación como un intento de "hacer el juego a la derecha".

Los discursos extremistas tendrían poca relevancia si la derecha democrática no se hubiera cuarteado. Pero el desencanto del electorado es patente al año y medio del cambio de Gobierno, y el primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, sufre el fuego graneado de las encuestas. Uno de esos sondeos osa decir que el 57% quiere que se marche. Ningún otro confirma tan contundente voluntad, pero coinciden en que ya sólo confía en él uno de cada tres compatriotas.

Los nervios juegan malas pasadas. Enfurecido por una filtración, el primer ministro desató una investigación interna en toda regla para averiguar quién había contado el proyecto de suprimir un día festivo del calendario laboral, antes de que el Ejecutivo lo hubiera decidido. Rápidamente, los sabuesos de Raffarin dieron con el culpable: había sido el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, François Fillon, en persona. El incidente se ha tapado con una "explicación-excusa" de este último, que suena a arreglo prendido con alfileres.

Los especialistas en opinión pública discuten hasta qué punto el presidente, Jacques Chirac, podrá aguantar la caída de la popularidad del primer ministro. El jefe del Estado permanece en un segundo plano, tratando de no exponerse al desgaste. Pero cada sondeo es una cruz: el más reciente atribuye al jefe del Estado un 50% de opiniones positivas frente a un 41% de negativas, una situación mala, aunque no tanto como la que le llevó a la disolución anticipada de la Asamblea Nacional en 1997, con su inesperada secuela de encontrarse a la izquierda en mayoría y a Lionel Jospin de jefe del Gobierno. Los dirigentes del partido gubernamental confían en la ayuda de gente de prestigio como Valéry Giscard d'Estaing, presidente de la Convención Europea, a quien han ofrecido encabezar la lista gubernamental en la región de Auvernia y consideran probable que acepte.

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