Aznarismo: el poder y la hegemonía
El aznarismo se ha mostrado muy eficaz a la hora de controlar a la sociedad desde el Estado. La utilización que ha hecho el Partido Popular del Gobierno en estos ocho años para dominar al poder económico, ocuparlo en parte y hegemonizar políticamente a la sociedad civil con un discurso conservador, mediante los instrumentos normativos, presupuestarios y de comunicación pública, parece poco discutible. Sorprende que quienes criticaron con acritud al denominado felipismo como supuesto intento de control social desde la dirección de un partido se muestren ahora complacientes con el aznarismo, que es en esto la superación dialéctica de las peores caricaturas de dicho felipismo.
La ocupación del poder económico empezó con las empresas públicas privatizadas, pero ha continuado con el nombramiento de ex altos cargos en puestos relevantes de otras empresas privadas y de instituciones colectivas representativas. Después, las falsas liberalizaciones, la fijación arbitraria de tarifas, la apertura selectiva de mercados, los créditos presupuestarios, las adjudicaciones directas, las inversiones en infraestructuras, las enmiendas en la Ley de Acompañamiento, etcétera, han creado un confuso entramado de relaciones entre poder político y poder económico donde los límites y las reglas no se establecen con nitidez, en un mercado opaco de favores e imposiciones mutuos que trasciende el ámbito de la especulación inmobiliaria.
El aznarismo no sólo ha configurado el Gobierno más intervencionista de la democracia, sino que ha obtenido beneficios políticos de dicho intervencionismo, ya que lo ha hecho fundamentalmente para reforzar su hegemonía político-partidista, su visión conservadora de la realidad del país, de sus problemas, de sus soluciones e incluso de su historia. Ya no es sólo el legítimo intento de controlar la agenda política, sino que se impulsa una falaz relectura del pasado, así como la introducción de un estilo de hacer, de un modo de actuar basado en la confrontación permanente con el discrepante, en la no asunción de responsabilidades por los problemas y en la propaganda deformadora.
El aznarismo se fraguó durante años de fuerte confrontación con el Gobierno socialista de la época y se ha convertido en una forma de entender la política como enfrentamiento sistemático con un adversario que, si no existe, se construye. La agresividad verbal frente al discrepante del momento y siempre frente a los socialistas sustituye a la vieja dialéctica de los puños, aunque mantiene los mismos objetivos: dividir a la sociedad en dos bandos enfrentados, negando legitimidad al pluralismo, ya que sitúa siempre al adversario político como enemigo a abatir.
Si se repasan estos casi ocho años de gobierno del Partido Popular, será difícil encontrar algún asunto en el que reconozcan haberse equivocado o haberlo hecho mal. Éste ha sido un Gobierno que nunca se ha responsabilizado de ninguno de los muchos problemas que tenemos y hemos tenido. Ha sido un Gobierno irresponsable que ha utilizado un mecanismo de exculpación en tres fases: primera, negar el problema, sea el chapapote o la subida del precio de la vivienda o la inseguridad ciudadana. No existe. Segunda fase, cuando ya no se puede negar, buscar un culpable ajeno, y si es socialista, mejor. Tercera fase, aprobar un plan para resolverlo, copiando sin decirlo las propuestas de la oposición y anunciarlo a bombo y platillo, aunque nunca se lleve a la práctica. Para todo esto, el control de los medios de comunicación públicos, la propaganda desaforada que se transforma en mentira sin complejos y la ayuda de algunos desde el sector privado de comunicación son instrumentos que le han funcionado bien para ese control del poder desde el Gobierno, que ha sido el auténtico programa político del aznarismo.
Fue Salvador Allende, tras ser elegido presidente democrático de Chile, quien estableció la diferencia entre gobernar y tener el poder. Ha sido Aznar quien con mayor ahínco se ha dedicado a la tarea de controlar el poder para su partido y sus partidarios desde el Gobierno de un país. Por ello, es pertinente la pregunta: ¿abandonará el poder el PP cuando pierda el Gobierno en unas elecciones democráticas?
Lo único seguro es que abandonará el Gobierno siempre que no pueda impugnar los resultados electorales adversos -lo hizo en varias ocasiones desde la oposición- o conseguir que se repitan las elecciones. A partir de ahí, desmontar el entramado de poder económico, social y mediático que el aznarismo ha tejido en estos años de gobierno y desde el Gobierno, a favor de la opción político-ideológica conservadora del Partido Popular, tendrá que ser todo un ejercicio de salud democrática que no puede consistir en una simple "vuelta de la tortilla" para hacer lo mismo a favor de otro partido.
Mejorar la calidad de nuestra democracia para evitar que este tipo de situaciones se pueda repetir es algo posible a partir de cambios en las reglas de funcionamiento y en algunas leyes que reduzcan el poder discrecional del Gobierno sobre la sociedad. Por ejemplo, dar más funciones a los órganos independientes de regulación sectorial de la competencia y al Tribunal de Defensa de la misma; cambiar el estatuto de funcionamiento de RTVE, así como el nombramiento de su director; hacer obligatorios en la Ley Electoral los debates públicos entre candidatos; modificar el Reglamento del Congreso o reformar el Senado, etcétera. Pero lo fundamental para proceder a ese respiro democrático tan necesario en nuestro país, para que la libertad vuelva a ser algo más que poner 1, X o 2 en la quiniela, es un cambio en las prácticas, en los usos y costumbres, en los talantes de los gobernantes y de quienes aspiran a gobernar.
Es un cambio que difícilmente pueden hacer quienes representan al aznarismo sin Aznar. Pero es un cambio necesario, porque, de lo contrario, se irá incrementando el desapego de los ciudadanos a las instituciones democráticas, demostrado en forma de abstención creciente y aparición de movimientos incontrolados antisistema de un signo u otro.
Jordi Sevilla es diputado socialista por Castellón.
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