Carneros
Antiguamente bajaban los hinchas del Atlético de Bilbao cuando su equipo jugaba contra el Real Madrid y se apoderaban de la capital de España. Con las mangas del jersey anudadas en el pecho de barítono, los bilbaínos derramaban primero su complejo de superioridad por todas las tascas y después de pisar muchas cáscaras de mejillones se dirigían cantando un pletórico zorcico a coro hacía el estadio. Los madrileños no podían ocultar cierta admiración al verlos pasar tan engallados de sí mismos, porque en aquel tiempo todos los españoles en el fondo querían ser vascos. La toma de Madrid por aquellas alegres bandadas de Bilbao constituía un rito, y si alguna te envolvía junto a la barra de un bar y se empeñaba en acosarte a gambas era imposible escapar a su rumboso empeño, aunque la invitación siempre se ejercía de arriba abajo. Mi generación tiene todavía a Zarra interiorizado, y cuando éramos niños la lista de los reyes godos continuaba con la delantera del Atlético de Bilbao: Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza. Aun hoy, en medio del terrorismo que lo ha podrido todo, la relación del español con el pueblo vasco es de amor-odio. Se trata de un eje patriótico que une el fanatismo del cerebro con el fervor de la testosterona. Bastaría un ligero gesto de entrega por parte de los nacionalistas radicales para que a los españoles se les aflojaran de gusto todos los esfínteres políticos. A fin de cuentas fueron los vascones el fermento que fundó el concepto de España, y de momento no conozco a nadie que tenga un carácter más español que Arzallus. Tal vez le supere el entrenador Camacho, pero sólo cuando se exhibe con los sobacos sudados. El partido de fútbol que enfrentó anoche en la capital de España al Atlético de Bilbao con el Real Madrid no tenía sentido como rivalidad deportiva. Los galácticos ya sólo juegan contra la sombra de Narciso que proyectan, pero este encuentro pudo haber alcanzado toda su emoción patriótica si durante el descanso hubieran salido al medio del campo Aznar e Ibarretxe a competir dándose cabezazos como dos carneros obedientes a su propia ceguera. Precisamente estos dos políticos, a su debido tiempo, estuvieron muy unidos: a ninguno de los dos le gustaba esta Constitución. Mientras la mayoría de los españoles la votamos sin problemas, ellos la vilipendiaban y con repetidos golpes de testuz finalmente han conseguido que el panorama que ya se vislumbra sea el de una guerra civil, lo cual es mucho peor que los vascos nos inviten a gambas.
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