_
_
_
_
Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Calle de Mandri abajo

Cerca de donde vivió Carlos Barral han abierto, hace poco, una clínica para curar a cíclopes enfermos. Si Carlos hubiera aguantado más en este mundo, si no se hubiera muerto tan pronto y tan deprisa, quizá en este inesperado hospital habrían podido curarle. No era cíclope, pero pertenecía a una de estas razas criadas en olimpos lejanos e inaccesibles. Debía ser centauro o fauno o sátiro o quién sabe, si ello fuera posible, si mezcla de los tres. Lo llevaba en secreto, pero alguna vez, a pesar de la precaución, por un instante se le escapaban gestos y miradas, rasgos de comportamiento, en suma, que remitían a una vida diferente, como si estuviera realmente con otros y aquí sólo de permiso o con dispensa de adelantado en la áspera frontera humana. Así ocurría, por ejemplo, alguna tarde cuando, hace ya tanto tiempo, el perro Argos parecía arrastrar al señor Barral por la calle de Mandri hacia arriba. ¿O era el hombre, empujado hacia atrás por un hosco viento, quien simulaba la escena de dominación animal? Podía ser, en efecto, que aquella farsa fuese sólo un signo, una repetición ritual cuyo sentido estuviese en otro mundo, en otra calle empinada, con otro perro, y que los transeúntes de allí reconocieran que el ahora terrestre señor Barral no hacía más que cumplir con un penoso deber y que no había en todo aquello ni esfuerzo corporal del hombre ni subordinación al perro. En aquel tiempo, quizá en 1959, la calle de Mandri era un borde, una línea de frontera. Subiendo, a la izquierda, acababa de pronto la ciudad, corrida hacia el mar, ocupando ramblas que una vez fueron gigantescas, y empezaba una zona de solares devastados, campos yermos, polvorientos, con socavones y montículos de residuos y escombros, todo ello señal de profusa frecuentación humana. Allí, sueltos al fin, los perros, quizá guiados por ruidos para los demás inaudibles, iban y volvían en itinerarios cortos y cambiantes, ladraban erráticamente y se detenían, repentinos, para cagar filamentos que el aire secaba con rapidez. Los humanos que allí les habían conducido caminaban lentamente, erguidos, sin hacer seña de que se conocían. Habían llegado allí al atardecer, en breve sucesión, quién sabe si convocados. La calle de Mandri empezaba a iluminarse. En las porterías, grandes, huecas y oscuras, brillaban recortadamente lámparas doradas. Fuera, en los parterres y tiestos hacían guardia las plantas suculentas, lustrosamente verdes, frías. Detrás de las vidrieras opacas se veían a veces, inmóviles, los porteros de uniforme. Alguno, en cambio, estaba en vaga posición de firmes sobre la acera con un capote y gorra blancos, como de almirante. Las criadas con arreglo conducían niños de vuelta a casa. Se había producido una ligera aceleración en la marcha de los paseantes, repentinamente advertidos de que tenían destinos fijos, de que iban a alguna parte concreta. De una calle transversal de las que quedan, según se sube, a la derecha procedía algún hombre bajito en marcha, decidido, hacia un punto fijo en su mirada, inalcanzable, siempre más lejano.

En aquel tiempo, quizá en 1959, la calle de Mandri era un borde, una línea de frontera. Subiendo, acababa de pronto la ciudad

En lo alto, abrupto, empezaba el descampado, lleno de imágenes y botellas rotas, donde por un tiempo, hasta el anochecer, convivían seres lejanos con perros. Fue allí donde una vez ocurrió, improvisadamente, lo que ahora parece tan extraño. Yo había acompañado, por ocasión, al señor Barral en la complicada conducción del perro Argos al final de la cuesta, a aquella brusca afuera de la ciudad. El sol declinaba, ladraban los babosos canes. Y oí a Carlos que clamaba mirando fijamente en dirección al Tibidabo, quizá al vacío. En su perfecto toscano -sabía extrañas lenguas- decía: "Or va, ch'un sol volere è d'ambedue:/ tu duca, tu signore e tu maestro. / Così gli dissi; e poi che mosso fui, / intrai per lo cammino alto e silvestro" (Ve, ahora, que una sola es nuestra voluntad: /tú duque, tú señor y tú maestro./ Así le dije; y después que inició la marcha/ entré por el camino alto y silvestre). Era el Canto II del Infierno de Dante. Repitió varias veces el último verso, que anunciaba la espantosa decisión de seguir por el camino empinado y salvaje. ¿Era aquello, pues? ¿El extravío de la vida súbitamente adulta, el haber errado el camino recto y ser conducido a las afueras? ¿O eran las afueras un refugio, el lugar donde pedir auxilio? Hubo un largo momento de suspenso. El señor Barral se apercibió de mi asombro y de mi miedo y soltó una carcajada que sonó como un breve chasquido. Yo no recuerdo lo que hice. Era casi de noche. Abajo, en la ciudad estaban, al acecho, las exigencias administrativas, la pesadilla de los negocios, los buscones, los vientres perennemente insatisfechos, las copas, los trenes metropolitanos, la doble vida. Encadenado, el perro Argos volvió con Ulises a su doméstica patria, justo allí, bajando, al final de la calle de Mandri.

Nada queda ahora del solar del suceso y los transeúntes de aquella calle, que coincidió geográficamente una vez con el camino extraviado, parecen ser ahora más familiares, como de oficios conocidos. Raramente, pero ocurre. Desciendo todavía por la calle de Mandri, caduco y cabizbajo, volviendo del dentista, cansado, por supuesto, de ser hombre sin cura ya, sin remedio. Uno que no es un cíclope.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_