En favor del cambio
No nos engañemos: las elecciones del 16 de noviembre al Parlament de Catalunya no son unas elecciones más; no, por lo menos, para los catalanes. En realidad, después de 23 años de gobierno de la derecha nacionalista no podrían serlo. Por decirlo desde el principio y con toda claridad: en mi opinión, a estas alturas de la democracia el cambio de Gobierno en Catalunya no es necesario, sino indispensable: pura cuestión de higiene democrática. ¿Tan malo ha sido el Gobierno de CiU durante estos 23 años? Cada vez que alguien se hace esta pregunta me viene a la cabeza un diálogo que ya no recuerdo dónde leí. "La vida es absurda", sentencia un personaje. "Bueno", contesta su interlocutor. "Depende de con qué la compare". Admitamos, pues, que estos 23 años habrían podido ser muchísimo peores, pero sólo si reconocemos de inmediato que también habrían podido ser muchísimo mejores. Los responsables de este fracaso no han sido sólo -tampoco conviene engañarse sobre esto- CiU y sus aliados (ERC y el PP, cada uno en su momento), sino también los muchos errores palmarios de la izquierda, entre ellos el de permitir que durante todo este tiempo los nacionalistas hayan usurpado gratuitamente el monopolio de la catalanidad y -tal vez es el mismo error, o la otra cara del mismo error- el de aceptar con resignación que tantos inmigrantes del resto de España, que votan a la izquierda en las elecciones generales, se queden en casa cuando se trata de las autonómicas como si el Gobierno de Barcelona no decidiera tantas cuestiones esenciales para su bienestar cotidiano como el de Madrid. Pero da igual: supongamos por un momento -ya es suponer- que el Gobierno de CiU ha sido absolutamente maravilloso; pues bien, aun así, el cambio sería indispensable, porque, como no podía ser de otro modo, 23 años ininterrumpidos de gobierno han acabado creando una red clientelar de intereses que alcanza hasta el último confín del país y que ahora mismo lo tiene maniatado. ¿Estoy hablando de corrupción? Por supuesto: el tiempo lo corrompe todo, y el poder, que corrompe y se corrompe con más rapidez y facilidad que cualquier otra cosa, no es ninguna excepción. Y para eso, para combatir la parálisis y la corrupción, se ha inventado la alternancia en el poder, que es el mejor invento de la democracia, y por eso en Cataluña todo el mundo sabe -íntimamente y al margen de intereses particulares, lo sabe todo el mundo: los nacionalistas y los no nacionalistas; la izquierda, la derecha y los mediopensionistas- que el cambio político es indispensable.
En las últimas elecciones catalanas el periodista Ramón de España escribió: "Votaré a la oposición aunque el cabeza de lista sea El Vaquilla". La boutade expresa a la perfección el hartazgo que tantísimos catalanes sentimos ante este Gobierno que hace ya demasiado tiempo que dura demasiado. Lo cierto es que todas las posibilidades de un cambio real -no meramente cosmético- son limitadas, y que todas ellas, nos guste o no, pasan por el PSC, aliado con Iniciativa per Catalunya y, tal vez, con Esquerra Republicana. Es decir, todas ellas pasan por Pasqual Maragall. Es curioso que, a pesar de haber demostrado su competencia en la alcaldía de Barcelona, Maragall siga despertando tantas suspicacias, especialmente en el resto de España. O quizá no es curioso: después de todo, y hasta donde alcanzo, Maragall no es un político al uso, lo que siempre despierta suspicacias. Hace poco, en estas mismas páginas, Rubert de Ventós le diagnosticaba un escaso apego al poder, una escasa vocación para practicar "el poder puro y duro"; bueno, la verdad es que ésa es una enfermedad de la que gustan de alardear todos los políticos, pero si lo dice Rubert, que conoce bien a Maragall, habrá que creerle. Lo indudable es que es un político real, no una especie de fantasma que no ha pisado más que despachos oficiales -que es la impresión que produce el candidato de CiU-, y que, en consecuencia, no se limita a repetir eslóganes precocinados, sino que es capaz de articular ideas propias, que inevitablemente se apartan de los cauces políticos convenidos. Esto, por supuesto, tiene sus riesgos: la prueba es que cuando propone la creación de una eurorregión mediterránea, cuando habla de la "España en red" o cuando afirma que "Madrid se va" -cosas todas ellas discutibles, pero en absoluto insensatas-, de inmediato se levantan voces iracundas que, en el mejor de los casos hablando por boca de ganso, lo acusan poco menos que de peligroso independentista revolucionario, pese a la evidencia de que Maragall no se haya cansado de repetir que uno de sus empeños fundamentales es conseguir, por citar de nuevo a Rubert de Ventós, que "el eventual sentimiento español de los catalanes deje de estar secuestrado" y que "la asociación con España sea no sólo libre y creíble, sino también querible".
En realidad, algunas de las propuestas de Maragall son perfectamente razonables. Tomemos, por ejemplo, el vidrioso asunto de la lengua. Hay personas que afirman que el castellano está perseguido en Catalunya. Créanme: no les crean. Lo que en realidad ocurre es algo menos visible o más sutil: dado que el nacionalismo catalán, como cualquier nacionalismo, no opera sobre un país real, sino sobre un país imaginario, el castellano es aceptado a menudo por él con resignación o con reticencia, casi como un mal menor, y no como lo que es: una realidad histórica de Cataluña y una riqueza inapelable del país, además de una útil herramienta para relacionarse con el exterior. Ahora bien -y corríjanme si me equivoco-, dado que el nacionalismo español, como cualquier nacionalismo, no opera sobre un país real, sino sobre un país imaginario, el catalán es aceptado a menudo por él con resignación o con reticencia, a menudo como un mal menor -un capricho o una excentricidad de los catalanes-, y no como lo que es: una realidad histórica de España y una riqueza inapelable del país. Más aún: es un hecho que el catalán es una lengua muy minoritaria, que además está en contacto permanente con una lengua cada vez más poderosa, y en tales condiciones, como sabe cualquiera que quiera saberlo, si a una lengua como el catalán no se la defiende con medidas políticas y educativas eficaces, ella, más a la corta que a la larga, acabará desapareciendo, privándosenos así a sus hablantes del derecho de usarla en todos los ámbitos de nuestra vida. Pero, a la vista de lo ocurrido en los 23 últimos años -y por sorprendente que pueda parecerles-, en realidad diríase que a los nacionalistas catalanes les ha interesado menos defender el catalán por sí mismo -para preservarlo en beneficio de los hablantes de la lengua- que como instrumento de creación del país imagina-rio que se empeñan en gobernar y, sobre todo, como arma de negociación política en ese interminable, agotador y estéril regateo en el que se hallan perpetuamente embarcados. (No sería la primera vez, por cierto, que la lengua se convierte en una excusa o un mero instrumento político, y no en un valor por sí mismo. Tomen el ejemplo de Irlanda: en cuanto el país consiguió la independencia en los años veinte, se olvidaron del irlandés, y hoy lo habla aproximadamente un 2% de la población). Así las cosas, parece evidente que la única forma de que la cuestión del catalán deje de ser una cuestión vidriosa, una fuente permanente de disputa y mercadeo que sólo perjudica al propio catalán, es que España asuma de una vez por todas, con la máxima seriedad y con plena conciencia de su estatus precario -cosa que no ha hecho hasta la fecha-, la defensa del catalán, y que por su parte Cataluña asuma el castellano de una vez por todas, y con la misma seriedad, como un patrimonio de su pasado y su presente y como un activo de su futuro.
Ésa es exactamente, si la interpreto bien, la propuesta de Maragall: en mi opinión, una propuesta necesaria, de una obviedad tan apabullante que avergüenza pensar que no se haya querido o sabido llevar a la práctica -por ninguna de las dos partes- en todos estos años de democracia, porque es a todas luces la única que podría acabar con un torpe e interesado malentendido que amenaza con convertirse en eterno. Tal vez peque de optimista, pero quizá por ese mismo camino pudieran empezar a aclararse otros malentendidos igualmente interesados y endémicos como el del encaje de Cataluña en España -si es que la envenenada e infamante situación del País Vasco no acaba contaminándolo todo, impidiendo cualquier posibilidad de debate-. Pero no me malinterpreten: yo no creo que Maragall tenga la solución de los problemas de Cataluña, entre otras cosas porque Cataluña -como cualquier otra realidad- no tiene solución: en cuanto se resuelve un problema, aparece otro; así es como funciona la realidad. Lo que sí creo es que, tal y como están las cosas, en Cataluña los problemas no hacen más que acumularse, y que por eso el cambio es indispensable, aunque sólo sea para que el país se ventile y sea la izquierda la que trate de resolver los problemas que la derecha ha sido incapaz de resolver en 23 años. De no producirse el cambio -ya lo estoy viendo-, algunos que no han votado hablarán de exiliarse; otros, menos vehementes, de que, después de todo, la vida no es tan absurda, porque depende de con qué se la compare; ni siquiera faltará quien asegure que aguarda la llegada de El Vaquilla. Por supuesto, todos ellos estarán en su derecho de quejarse, pero mucho me temo que al hacerlo acabará poniéndoseles cara de idiota. Por mi parte, prefiero a esa gente que, a pesar de que a menudo haya sentido ganas de no votar, siempre ha acabado haciéndolo, aunque sea tapándose la nariz, más que nada porque a última hora siempre ha pensado que es una estupidez que alguien vote por ellos, que es precisamente lo que ocurre cuando uno no vota.
Javier Cercas es escritor.
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