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Para ir bajando del mundo

Todos dijeron, poco más o menos, lo que ya se sabía que iban a decir. La Asamblea General de las Naciones Unidas, que reunió en Nueva York a un centenar de jefes de Estado durante la última semana de septiembre, fue una repetición de las agendas conocidas.

El presente inmediato, y a veces el pasado, volvió a ser el tema de todos los discursos. Nadie recuerda cuánto tiempo ha transcurrido desde que se habló por última vez de lo que podría sucederle al mundo el año que viene, o dentro de una década, si las cosas siguen como están.

Había -es cierto- muchos nudos mal atados que convenía desatar cuanto antes: la soberanía de Irak, por ejemplo, sobre la que no se vislumbra ningún acuerdo entre Estados Unidos y sus dos antagonistas, Francia y Alemania. O el fracaso de las políticas neoliberales, que han acentuado la miseria de millones.

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Para nadie es ya un secreto que la economía mundial, luego de tensar todas las cuerdas del libre mercado, ha caído enferma de gravedad y tarda más de la cuenta en salir a flote. Tampoco a nadie extraña la noticia de que la mayor potencia mundial, Estados Unidos, está sumida en un quebranto cuyo fin no aparece en el horizonte.

Según los datos del último censo, casi 35 millones de norteamericanos viven bajo el umbral de la pobreza, más del 12%. El ingreso per cápita ha caído por primera vez desde 1991 y el desempleo se ha duplicado desde que terminó el mandato del presidente Bill Clinton.

Si la tendencia sigue así -y no hay signos optimistas que hagan pensar lo contrario-, la crisis laboral sería la más grave que el país haya padecido desde el Gobierno del presidente Herbert Hoover, en el que se sucedieron el Jueves Negro de Wall Street y la Gran Depresión, dos de los capítulos más oscuros de la historia económica norteamericana.

El desasosiego social quizá podría mitigarse si los gastos de la guerra en Irak no fueran un barril sin fondo que puede costar otros 87.000 millones de dólares.

Al presidente George W. Bush se lo vio avejentado e inseguro durante la conferencia que mantuvo en Camp David con Vladímir Putin, su colega ruso. Es que la tormenta se cierne por todos lados, y cada vez parece más cerca.

Cada gobernante trajo a Nueva York su agenda, sus proyectos. Ni uno solo, sin embargo, entonó una elegía al mundo que se está yendo sin remedio. El planeta, tal como ahora lo conocen los seres humanos, pronto dejará de ser el mismo y empezará a parecerse a las pesadillas que se describen en Blade Runner, la película de Ridley Scott. Nadie está haciendo nada para detener la catástrofe.

No se trata de presagios de mal agüero, sino de datos pesados y medidos. Una semana antes de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Bush viajó a la planta Detroit Edison, en Michigan, que proporciona energía eléctrica a unos tres millones de hogares quemando unos ocho millones de toneladas de carbón. Cada año, unas 300 personas del área mueren prematuramente de cáncer de hígado y ataques al corazón.

Los tóxicos que descarga la planta son aterradores, y es dudoso que el presidente no lo sepa: 17,5 millones de toneladas de dióxido de carbono, causa máxima del calentamiento del planeta; 46.000 toneladas de óxido nítrico, factor básico de la contaminación ambiental, y 100.000 millones de toneladas de dióxido sulfúrico, uno de los componentes letales de la lluvia ácida. ¿Cómo Bush podría no saberlo? En el discurso que pronunció allí, sin embargo, no lo dijo. Dijo, en cambio, que la contaminación ha disminuido un 48% en las últimas tres décadas, a la vez que la economía norteamericana en ese mismo lapso había crecido un 164%.

Siempre es mejor mirar las luces del pasado cuando en el futuro hay sólo tinieblas.

Ya la Tierra ha dejado de ser el planeta azul y plácido que contemplaban extasiados los primeros astronautas. Ahora hay un resplandor de alarma en el Polo Sur, donde el agujero de ozono ocupa una superficie mayor que la de toda América del Norte. Los rayos ultravioletas, que el ozono absorbía en otros tiempos, pasan como lanzas. Las radiaciones son de efecto inmediato: producen cataratas, cáncer de piel y dañan drásticamente la vida marina. La belleza de los glaciares patagónicos podría quedar vedada a la especie humana para siempre.

Ocupados en lo inmediato, los gobiernos suponen que la amenaza no es inminente y que bien puede esperar hasta la próxima generación, o la siguiente. Todo, sin embargo, está sucediendo muy rápido.

Los principales sospechosos en el asesinato del ozono son los gases que desprenden los sprays y los refrigeradores, cuyo uso doméstico se volvió común hace seis décadas (cuatro en el caso de los sprays). Dejar de producirlos causaría un colapso industrial en cadena, y dejar de usarlos sería impensable, porque modificaría toda la cultura de conservación de los alimentos. Nadie sabe qué hacer. Y como nadie lo sabe, nadie lo dice.

La codicia está acabando con las selvas de caoba en el sureste del Perú y con los bosques lluviosos del Orinoco. Decenas de tribus que vivieron aisladas durante siglos han sido condenadas a olvidar sus culturas o a perecer. Algunas de las más bellas cosmogonías de la historia, que imaginaban a la especie humana nacida de una pantorrilla preñada o de la unión sagrada de un pájaro y un pez, van a yacer pronto en el osario de los mitos.

Mientras la historia avanza, el hombre va diezmando todo lo que toca. Las nuevas reglas de la Administración de Bush permiten a la Detroit Edison agregar a la inverosímil cantidad de dióxido sulfúrico que emite otras 40.000 toneladas anuales más.

"Política de cielos claros", ha llamado el presidente a esas decisiones que cantan las glorias de la naturaleza mientras están asfixiándola. Clear Skies. A George Orwell le habría gustado incorporar esa expresión a su libro 1984.

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