El aspa contra el molino
Si las meigas no lo impiden, hoy seremos testigos de uno de los duelos más excitantes del campeonato. Los contendientes, el Deportivo y el Valencia, visten uniforme prusiano; ambos están hechos del mismo acero, ambos llegan a la pradera de Riazor precedidos de un fuerte olor a combustible y ambos representan el valor de la máquina frente al maquinista.
Los entrenadores, Javier Irureta y Rafael Benítez, comparten un mismo ideario según el cual un equipo sólo es verdaderamente grande si se sustenta en una gran defensa. Por eso exigen a los jugadores un inflexible compromiso posicional: todos deben pasar por el sitio exacto en el momento preciso. De esta forma se integran en una estructura flexible; son el dibujo de una oruga mecánica que deforma su cuerpo a voluntad. De acuerdo con las exigencias del marcador, se emplean sin reservas ni miramientos; son capaces de moverse a lo largo o a lo ancho, de convertirse en gusano o mariposa y, en resumen, de crecer o decrecer sin otro acompañamiento que el ruido de la respiración ni otra violencia que la tensión muscular.
Cuando trabajan a pleno rendimiento, siempre acompañados de un áspero ruido de motores, los chicos de Rafa y Jabo aplican una fórmula química capaz de transformar el cocodrilo en tortuga y la tortuga en cocodrilo.
Hay, sin embargo, algunas diferencias en la disposición de estos dos monstruitos. El Valencia, por ejemplo, es, ni más ni menos, una exaltación del método. Con sus rabietas de perfeccionista, Rafa Benítez ha conseguido que su manual se represente en la cabeza de los futbolistas como una red ferroviaria. Por encima de los cambios de fortuna, Carboni, Marchena, Torres, Albelda o Baraja conocen tan bien sus itinerarios que parecen avanzar sobre raíles. Sólo a veces, en un chisporroteo, Pablito Aimar se atreve a abandonar la trama: cambia de vía, descarrila a voluntad y se transforma en un imprevisible diablillo de goma.
En un intento de guardar las distancias entre el orden y el ingenio, desde su propio puente de mando, Jabo toca la sirena, enciende sus gafas de titanio y maneja el chicle con la desenvoltura de un rumiante. Si todo va bien, pide a Víctor que alimente las calderas, a Valerón que engrase el sistema y a Tristán que tiente las leyes físicas. Si la maquinaria se embota, moviliza sus piezas de recambio: llama a Fran, le entrega la brújula y, en un solo gesto, adelanta la barbilla, el reloj y el pulso del partido.
Esta noche, nuestra tensión arterial pasará por Riazor.
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