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Columna
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Culpable al azar

Tenía la intuición de que no era un día bueno, pero la cosa empeoró cuando llegué a casa. Un aviso del Ayuntamiento decía que tenía una multa, resultado de una denuncia, y que pasara por correos para recogerla. Era un segundo aviso, aunque el primero nunca lo recibí, pero supuse que iban al grano y se saltaban los procedimientos inútiles. Pensé por un momento que no era para mí, pero observé aterrorizado que empleaban el nombre compuesto que nunca utilizo y hasta el segundo apellido. Cuando eso ocurre, cuando la partida de nacimiento anda de por medio, hay que empezar a preocuparse.

Algo malo había hecho y no sabía qué era. Los impuestos de la casa estaban pagados y también el de circulación. Una multa de tráfico, pensé. Pero casi nunca utilizo el coche, sólo lo saco a pasear los domingos como si fuera el perro para que no se agoten sus escasas energías. Entonces, ¿de qué era culpable? Empecé a repasar mi vida y todo fue a peor. Llegué a la conclusión de que era bastante aburrida, demasiado conservadora, nada que pudiera desatar las iras del Ayuntamiento. Me acordé de El proceso de Kafka, las dos primeras páginas me produjeron sudor frío y los peores presagios. Luego me acordé de otro optimista, de Ingmar Bergman y sus Fresas salvajes, donde el viejo profesor llega a la conclusión de que es culpable de culpabilidad. Justo lo mío, me dije en voz alta.

De pronto se me hizo la luz. Las columnas de los sábados en este periódico, eso era, seguro. Había molestado a alguien y me estaban buscando las vueltas. Eso me pasa por incordiar a la gente, por meterme donde nadie me llama. Repasé las últimas para descubrir mi estúpida arrogancia. En una de las últimas, Cuando sean mayores, me preguntaba por la mayoría de edad del gobierno Camps, una impertinencia por mi parte. Después otra peor, Zapatero a la deriva, porque castigaba cruelmente a los conductores y encima la escribí en plena campaña madrileña, soy un inconsciente. En la última criticaba el trasiego de los universitarios por los tribunales, con lo bien que se lo pasan y la cantidad de intereses que entran en juego con eso de nombrar funcionarios de por vida. La verdad es que no tengo perdón y merezco cualquier cosa que me pase. Aunque en el fondo, seamos realistas, lo más probable es que no me lea casi nadie y menos el Ayuntamiento. No podía ser eso, pura paranoia, simples delirios de grandeza.

Confieso que no pude dormir y hoy era el primero en la cola de correos. Abrí el sobre como si fuera mi última biopsia. Resulta que un lunes de agosto iba sin cinturón por Valencia y, sin pararme, me denunciaron. Imposible recordar si soy culpable de un delito tan extraño entre la gente de bien. Esto debe estar relacionado con la política preventiva de Aznar. Una joven de ojos dulces me pregunta si me pasa algo. Me di cuenta de que dos lagrimones corrían por mi cara, ante la impotencia de los que te acusan al azar. Inventé una desgracia familiar y terminamos los dos delante de un café en un bar cercano. Me animó pensar que se estaba poniendo en marcha un pecado lleno de culpabilidad. La próxima multa, estaba seguro, no me pillaría inocente. Y todo gracias al Ayuntamiento, ese odioso Ayuntamiento que juega a la ruleta con el ciudadano.

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