Dicha
PARA EXPLICARSE el misterio de nuestra fascinación por contemplar la imagen pintada de simples cosas sin más, tal y como se nos presentan en el humilde género del bodegón, el pensador se ha de ayudar con unos versos del poeta E. A. Robinson: "Él depositó el cántaro a sus pies, / con tembloroso cuidado, sabiendo / que la mayoría de las cosas se rompen". O sea: que lo que nos conmueve en la visión de las cosas más cotidianas y humildes es su fragilidad, pero, sobre todo, adivinar que nos rompemos con ellas o a través de ellas. ¡Bendita sabiduría ésta la que nos inicia en la ceremonia de los adioses y nos adentra en la enjundia del amor incluso mediante cacharros desportillados! El pensador, socorrido por el poeta y poeta él mismo, es, hay que decirlo ya, el escritor José Jiménez Lozano, que se deja enredar por todos esos interrogantes donde el arte anuda nuestra existencia y, generosamente, nos los participa de forma dialogada.
Pero ¿de qué van y adónde se dirigen estas interpelaciones urdidas en soledad, pero no en solitario, por Jiménez Lozano? Están recogidas en un libro titulado Retratos y naturalezas muertas (Trotta), donde, en efecto, se comentan algunos retratos íntimos de los pintores franceses Philippe de Champaigne y Georges de La Tour, más una indeterminada serie de naturalezas muertas, cortadas también por ese mismo patrón de la vivencia íntima y despojada, cuando aún las cosas en ellos representadas preservaban cierto silencio y no se alineaban en ningún vistoso escaparate como simples golosas mercancías.
Pregunta tras pregunta, estos circunloquios de Jiménez Lozano van, a su dialogante aire alado, remontando el vuelo en la cada vez más alta dirección o perspectiva de preguntarse por el misterio de la pintura, del arte. Desde luego, él nunca lo expresa de esta manera tan burda y enfática, pero, en el fondo, todo gira sobre cómo la pintura es el recordatorio de las pérdidas, la cumplida imagen del paso del tiempo. En todo caso, el paso del tiempo no como quien lo deja fluir como inocua sucesión homogénea de hechos irrelevantes, sino como quien lo vive como ardiente revelación de lo memorable: el testimonio apurado del algo tan hondo y frágil como el amor, la suprema pérdida, la suprema esperanza y la suprema obstinación.
En un cierto momento, Jiménez Lozano deja caer que el arte es "una historia espiritual de nuestra carne", cuya maceración existencial queda así, mediante palabras e imágenes luminosas, como en vilo, tocada con una instantánea refulgencia.Al hacer suyas las cosas que le rodean, "el pintor parece haberlas puesto ahí, como para entregarnos la fragilidad del silencio del mundo, o un signo muy pequeño, como un susurro o visaje de amor hecho con los ojos...". Al fin, estas señales del arte celebran, como su más preciado y genuino tesoro, "la dicha de enmudecer".
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