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Menos paraíso

Nos dice un pensionista: "Si las subidas anuales que nos dan a bombo y platillo fueran ciertas, yo viviría en un hotel de cinco estrellas. Pero como sólo cubren la inflación según el Gobierno, voy tirando con la para mí humillante ayuda de un hijo". La tal ayuda consiste en un carrito de la compra colmado de alimentos. Una vez por semana, se entiende.

Aunque no es lo más probable, hete aquí que el Gobierno podría tener un problema electoral por donde menos se lo espera o esperaba: el buche. Pues si la comida había dejado de ser un mal te quiero, ahora resurge este fantasma y amenaza con dañar el invento. Parece que se han olvidado de un hecho elemental, a saber: la sociedad de consumo (para alrededor del ochenta por ciento del censo) sólo es posible si el gasto familiar en alimentación no llega al veinte por ciento del ingreso. En términos generales y con las matizaciones de rigor, esto va a misa, con tal de que no vayan también los inmigrantes.

El Gobierno pareció sorprenderse cuando se enteró de que un euro da para bien poco ante un puesto de tomates, lechugas y demás frutas y verduras. Bien pronto tuvo que fruncir el ceño ante otro aluvión de nuevos datos: los productos básicos no cejan en su escalada. ¿Qué diablos pasa aquí?, se pregunto el Gobierno, inquieto. Al parecer, se habían dado cómodamente al dato de la inflación confeccionado por el organismo correspondiente, a pesar del probado pintoresquismo que el tal organismo le echa a sus cálculos. ¿Han subido los precios de los ultraligeros? ¿De los aparejos del alpinista? ¿De los lupanares? Uno apuesta a que sus lectores ni vuelan como Icaro ni hacen alpinismo ni son clientes de la mancebía. Por otra parte, si tales productos no se incluyen entre los centenares que, reducidos a pulpa, dan a luz la cifra de la inflación, otros muchos igual de irrelevantes para los más bien entecos bolsillo corrientes y molientes, sí. Con tal artificio, la cabeza de un rape puede costar cien euros y lo mismo un kilo de sardinas sin que por eso se vea alterado el dichoso índice. Y así es como sus señorías suelen enterarse de que la inflación anual es equis, salvo que este año, es un suponer habrán empezado a recelar de este 2,9.

Altos cargos del área económica buscan pistas, y por ahora la autoría del desmadre no recae sobre la oposición. ¿Entonces? Si la culpa no es de Zapatero ni de Jordi Sevilla, ¿a qué, a quién o a quiénes la cargamos las espaldas? Nunca creímos que trazarle la pista al precio de un producto de consumo diario, desde su origen a la tienda o al supermercado, fuera labor tan laberíntica. Pues lo es; o así se pretende que lo percibamos, ya que si así lo percibimos no podremos acusar de negligencia a quienes vigilan este proceso, tan arduo, tan escurridizo. Aunque también hemos leído o escuchado que el gobierno nada puede hacer, pues la nuestra es una Economía de libre mercado. Lindo camelo.

Ni lo es la nuestra ni ninguna otra. O mejor dicho, la competencia es libre -teóricamente- a partir de unas normas y de unas regulaciones. En la práctica, demasiado a menudo depende de si el acento se pone en la palabra libre o en la palabra mercado. Y si a las estafas de los accionistas no es fácil seguirles el recorrido -la quiebra del 29 parece querer repetirse-, el precio de una lechuga o de un pez poco misterio debería albergar. Negligencia en la puesta en marcha de los mecanismos de control o en su seguimiento, cuando no connivencia con un puñado de manipuladores del mercado, por razones que a todos nos alcanzan. No estamos siquiera insinuando que este último sea el caso del mercado alimentario. Negligencia sí la hay, pues usted compra una latita de atún envasado en aceite de oliva o en aceite "vegetal". Pero, ¿qué aceite vegetal? Pues puede ser de palma o de coco, ambos desaconsejables según la ciencia médica. Fraude o lapsus, a fe que no vemos la necesidad de un nutrido grupo de expertísimos que descifren la madeja. Una observación casi de paso: tenemos algunos la sensación de que el Gobierno, aunque sabedor del poder fundamental que la capacidad adquisitiva del ciudadano tiene en las urnas, parece haber relegado a un segundo plano el coste de los productos más básicos, como si su incidencia en el nivel de vida fuera menor. Como si realmente nos hubiéramos convertido en un país de alegres y enfebrecidos consumidores, cuando de eso tenemos, sobre todo, la mentalidad. Más que serlo queremos serlo -juicios de valor aparte- y eso crea una tensión políticamente nada desdeñable; y sigo sin meter en la olla los juicios de valor y limitándome a esos efectos políticos. Para gozo de la clase política.

Los estadounidenses proyectan sus gastos (sanidad, educación, etc.) y basan su ahorro en la adquisición de productos financieros. El resto es consumo compulsivo, que sólo se amedrenta y encoge en momentos de serias convulsiones. (¾ de la economía del país se asienta sobre el consumo interno). Nosotros no queremos o no podemos ser tan derrochones como se nos pinta. Cines llenos, buenos restaurantes llenos, turismo exótico a gran escala, etc. Guindilla. Si el censo de Valencia capital y su periferia gastara tanto, habría que multiplicar por varios el número de buenos restaurantes y centros de ocio y consumo. Gran parte de nuestro parque automovilístico tiene más de diez años de edad (factor que contribuye lo suyo a la desorbitada cifra de siniestros) y, estadística sobre estadística, ya todos estamos informados de que más de la mitad de las familias no llegan a fin de mes y no precisamente por que todos se vayan en gollerías. Con todo, hay más gasto que hace unos años, contado a precios constantes. Pero es gracias al empleo inseguro, al trabajo basura. Es el gasto nacido de la resignación.

El gobernante debería estar más consciente de lo que parece estarlo. Se está creando una cultura, la del trabajo basura. Es un compuesto de ansiedad, angustia, cinismo, incredulidad, aflojamiento de vínculos, insensibilidad, malos modos y maneras y, en suma, subversión de valores. Ir de tumbo en tumbo, año tras año, forzosamente influye en la mentalidad y en el estado de conciencia. Menos paraíso. "Menos ruiseñores / que cantan entre las flores".

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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