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Columna
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Ensaladas

Richard Ford, que sabía la mar de España, gracias a su asombrosa curiosidad y su tenaz empeño en ver y aprender, apreciaba mucho el buen comer. Nunca dejaba de saborear las vituallas que le salían al paso en sus caminatas por estas andurriales entre 1830 y 1833 (por si no le saliesen, solía llevar las alforjas bien provistas), ni de inquirir recetas culinarias, que apuntaba metódicamente para los lectores de su luego famoso manual. Olla, sopa de cebollas, pisto, sesos escabechados y fritos, guisado de perdices o liebre, gazpacho, huevos estrellados, tomates rellenos, pollo con arroz... Ford considera que son los platos nacionales más auténticos. Y, con instrucciones minuciosas, explica cómo se preparan. Sin olvidar, y a eso voy principalmente, las ensaladas.

Ford, que ha viajado por medio mundo, sabe que una ensalada bien sazonada, bien aderezada, es uno de los mayores goces de la mesa. Las de España no le decepcionan. Ha observado de cerca su avío. Se secan las hojas -ello es fundamental- y se les añaden cebolla y estragón picados. Luego se hace el aliño en una cuenca, necesaria para que se puedan mezclar bien sus elementos: cantidades iguales de vinagre y agua, sendas cucharaditas de pimienta y sal, y, por lo que le toca al aceite, cuatro veces más que el vinagre y el agua juntos. Pero, ¿cómo conseguir la difícil mescolanza? Ford aduce al respecto un gracioso refrán que demuestra lo peliagudo del asunto: "Para hacer una buena ensalada se necesitan cuatro personas: un pródigo para el aceite, un avaro para el vinagre, un prudente para la sal y un loco para meneallo".

Me imagino, sin embargo, que no todas las ensaladas con las cuales fuera topando Ford en aquella España tenían la excelencia que da a entender su receta. Y me consta que las que se suelen ofrecer al viajero en la Andalucía de hoy, incluso en establecimientos con ciertas pretensiones, dejan mucho que desear. Para empezar es ya casi ubícuo el insulso, anémico y deleznable "iceberg", procedente de los plásticos almerienses y de nombre que hace pensar en hielos mortíferos. ¿Cómo es posible que en la tierra de María Santísima, de vegas fértiles y risueñas, no nos ofrezcan una variedad de lechugas, con colores y sabores distintos? ¿Porqué no se utiliza, por ejemplo, la excelente escarola? ¿Porqué, sobre las troceadas hojas de "iceberg", estos montones de remolacha, zanahoria y, lo peor, maíz (más para gallinas que para homo sapiens)? Todo ello servido, para más inri, sobre un plato que hace imposible mezclar el aceite y el vinagre. He solicitado centenares de veces una ensalada aliñada. La respuesta habitual del camarero es que va a traer el "convoy" para que uno mismo lo haga a su gusto ya que cada cliente es diferente. He pedido que me traigan la ensalada en el receptáculo que realmente le corresponde, es decir una ensaladera, y no sobre un plato. La reacción suele ser igual de negativa.

La cultura del aliño notada por Ford se ha perdido. Desde aquí formulo mi protesta y les pido de rodillas a nuestros restauradores que por favor reflejen y enmienden. Con las ensaladas es peor, mucho peor, no meneallo.

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