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Se reeditan en 23 títulos las grabaciones clásicas del poeta del jazz Chet Baker

Los 'grandes éxitos' reúnen los trabajos esenciales del músico en los años cincuenta

Diego A. Manrique

Chet Baker (1929-1988) pertenece a esa rara categoría de jazzmen que fascina a un público amplio y no especializado. Es natural que se publiquen recopilaciones como la reciente El poeta del jazz-Grandes éxitos (EMI Odeón), que encabeza un relanzamiento de 23 títulos, la mayoría conteniendo grabaciones hechas en los años cincuenta para el sello Pacific Jazz, cuando Chesney Henry Baker era la estrella en ascenso dentro del circuito californiano.

Nacido en Oklahoma, Baker tuvo su prueba de fuego tocando en Los Ángeles con el titánico Charlie Parker, una formación que no llegó a grabar. Corría 1952, el mismo año que ingresó en el cuarteto de Gerry Mulligan, que tenía la particularidad de no usar piano y que perfiló el sonido cool de la costa oeste. Un estilo lírico y controlado, muy apto para la etérea trompeta de Baker.

Agentes, productores y promotores se fijaron en Chet. Pronto estaba grabando como solista. Se descubrió además que cantaba con una voz mínima y dolorida, perfecto complemento de su melancólico toque instrumental. No era necesario ser un lince para apreciar el potencial comercial de Baker, cuya fotogenia fue capturada por William Claxton en bellas portadas.

A mediados de los cincuenta, la prensa unía su nombre al de James Dean, como prototipos de una sensibilidad emergente. De hecho, Baker tocaría en el documental póstumo de Robert Altman The James Dean story, una banda sonora ahora también rescatada. Solo Miles Davis refunfuñaba al oír su nombre: creía que Baker le seguía la pista y lamentaba que el color de la piel de Chet le abriera puertas que a él se le cerraban.

Respetado como solista de jazz, idolatrado como vocalista romántico, debutante en Hollywood con la película Hell's horizon..., era demasiado bueno para durar. Baker había compartido escenarios con Parker, Mulligan y Stan Getz, prodigiosos saxofonistas con aficiones peligrosas. También Chet cayó en la heroína y así se hundió su carrera. En aquellos días, Harry Jacob Anslinger, jefe de la Oficina de Narcóticos, identificaba "músico de jazz" y "drogadicto"; Baker era candidato perfecto para las detenciones bien publicitadas que encantaban a policías locales y federales.

En 1959, ya con experiencia carcelaria, partió hacia Europa, donde aguantó hasta 1964: tampoco pudo esquivar la atención de la ley. En Italia purgó una condena de varios meses; en Alemania, tras varios arrestos, terminaron por expulsarle. De vuelta en Estados Unidos, rodó por la pendiente. Finalmente, en 1968, el horror de cualquier músico de viento: en San Francisco, por una deuda de drogas, le rompieron la mandíbula y perdió varios dientes. El adonis de los cincuenta se transformó en una figura cadavérica.

Lo extraordinario es que Baker reaprendió a tocar, mientras se ganaba la vida en una estación de servicio. Reapareció a principios de los setenta, pero su sedoso intimismo ya no estaba de moda. Regresó a Europa, que le acogería hasta su muerte, tras caer desde una ventana en Amsterdam. Se habló de que le tiraron, aunque circula otra explicación más patética: tras una bronca con los empleados de su hotel, intentó regresar subrepticiamente a su habitación para recuperar sus cosas, deslizándose por el exterior del edificio hasta que perdió pie.

Unas miserias que ayudan a explicar que Baker sea uno de los jazzmen con más discos bajo su nombre: unos 140. Su hábito le exigía dinero fresco, que conseguía entrando en el estudio o, más frecuentemente, grabando en directo. Pero lo esencial de su repertorio, incluyendo el My funny Valentine, que nunca pudo dejar de interpretar, está en los registros para Pacific Jazz Records que ahora se relanzan en España.

Chet Baker, en una actuación en Barcelona.
Chet Baker, en una actuación en Barcelona.JOAN SÁNCHEZ
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