Un Papa de grandes contrastes
Se celebra en Roma el 25º aniversario del pontificado de Juan Pablo II. Veinticinco años de papado constituyen una etapa tan larga que permite observarlos con una cierta perspectiva histórica.
En todos los pontificados largos (Pío IX, León XIII, Pío XII) los últimos años han sido de estancamiento por la debilidad física y la disminución de la agilidad mental del Papa, por la incapacidad para conectar con la cambiante realidad y, como consecuencia, por la total ausencia de creatividad. Se produce una especie de esclerosis en el gobierno de la Iglesia. Y todo ello está ocurriendo también en este reinado, con el agravante de que el Papa, por televisión, nos está ofreciendo un doloroso y patético espectáculo. Si estuviera tan lúcido como dicen los que le rodean, el Papa se negaría a salir en televisión, porque algunos piensan que se trata de una exhibición impúdica de sus múltiples y dolorosas limitaciones, que nos hacen sufrir a católicos y no católicos. Ciertamente, si se tratara de mi padre, yo no consentiría que apareciera así en televisión. ¿Por qué no impiden en Roma que se pisotee tan ostentosamente la intimidad del Papa, a la que tiene el derecho y el deber? No me vale la comparación con Cristo en la cruz, porque el Señor en la cruz no predicaba, no hacía milagros, no tomaba decisiones, sino que se limitaba a sufrir en silencio (Cf. I Pe. 21-35). Los Evangelios testimonian que Jesús aceptó que había llegado el momento de renuncia a todo protagonismo y se entregó en manos de sus perseguidores y verdugos. Hace ya algún tiempo que al Papa le llegó también la hora del silencio. He de confesar que no entiendo por qué no lo ha hecho, siendo un hombre de tanta fe y tan inteligente. La única explicación que encuentro es la de que el Papa tiene una concepción mesiánica de su pontificado.
El Papa ha impuesto a la Iglesia el pensamiento único, ayudado por la cobardía de muchos obispos
Si se tratara de mi padre, yo no consentiría que apareciera así en televisión
Por todas estas circunstancias creo que ya se puede hacer un sucinto balance de su pontificado, porque todo lo que de nuevo tenía que hacer ya lo hizo y todo lo que de nuevo podía decir ya lo dijo. Ahora sólo podemos esperar de él más de lo mismo.
Estoy convencido de que Juan Pablo II pasará a la historia como un líder mundial en la defensa de los derechos humanos. La defensa de la dignidad de la persona humana, la condena rotunda de todo tipo de terrorismo, la exigencia de una más justa distribución de la riqueza en los países y entre los países y la vehemente y continua exhortación a la paz han sido una privilegiada constante de su magisterio. Basta recordar su no tajante e inquebrantable a la última guerra contra Irak, que puso en un aprieto a algunos políticos católicos. Un hombre, además, que ha calificado al comunismo de "intrínsecamente perverso" y al capitalismo como sistema económico "salvaje", merece el respeto de toda persona de buena voluntad. Pero, no sólo con palabras ha luchado el Papa contra la opresión, sino también con hechos. Es innegable su importante contribución al desmoronamiento del comunismo, porque la rebelión polaca fue instigada y fomentada por él y produjo un efecto dominó en los países de la Europa del este, que desembocó en la caída del muro de Berlín. Un solo fallo, pero grande, aprecio en esa línea suya, tan evangélica y tan humana, de defensa de los derechos de los más débiles: la condena, sin paliativos, de la teología de la liberación, que produjo en el episcopado y el clero sudamericanos una verdadera caza de brujas. A pesar de sus limitaciones y de sus ambigüedades, una impugnación tan radical de la teología de la liberación ha dejado sin voz y sin esquema teológico a millones de pobres iberoamericanos, que, además, casi todos son católicos. Pero esta vez pudo más el visceral anticomunismo del Papa que el clamor de protesta de los desheredados de esta tierra.
La fuerte personalidad y el férreo carácter de Juan Pablo II han despertado, dentro de la Iglesia, grandes entusiasmos y también grandes rechazos. Y es que tiene una personalidad tan arrolladora que, inconscientemente, ha pretendido moldear la Iglesia a su imagen y semejanza. Pero la Iglesia no puede ser configurada más que a imagen y semejanza de Jesucristo. Por eso, para unos, el Papa es el gran testigo de la fe en tiempos de increencia y, para otros, constituye un grave obstáculo para la credibilidad de la Iglesia o, como el mismo Papa dice, para la nueva evangelización. Estoy convencido de que hoy en el interior de la Iglesia existe mucha más tensión que cuando Juan Pablo II empezó su pontificado, porque, sin pretenderlo, ha despertado y reanimado la oposición entre católicos conservadores y católicos progresistas. Su nunca disimulada predilección por movimientos de tendencia integrista, le han valido el calificativo y la imagen de ultraconservador. Por el contrario, los grupos más abiertos, más sensibles a los problemas de la gente, más dialogantes con el mundo porque creen que la Iglesia no posee toda la verdad, han sido sistemáticamente desatendidos y marginados por este Papa. Y, eso para el supremo pastor de la Iglesia, que, además, es padre, no es bueno, nada bueno. ¿Por qué, se preguntan los progresistas, se ha dado el Papa tanta prisa en canonizar a José María Escrivá de Balaguer y en cambio se han puesto tanta dificultades para iniciar el proceso de canonización del Arzobispo mártir Óscar Romero? Realmente es difícil contestar ese interrogante. Pero lo peor es que hay muchos cardenales, arzobispos, obispos, presbíteros y seglares para quienes si no aceptas, íntegramente y sin figuras, todo el magisterio del Papa (desde las encíclicas hasta las alocuciones que pronuncia en el Ángelus de los domingos), estás contra la Iglesia. Pero, afirmar eso es casi un pecado contra el Espíritu Santo, que es quien verdaderamente sostiene y dirige la Iglesia y quien, según la palabras del mismo Jesús "sopla donde quiere" (Jn. 4,8). Y, además, supone un desconocimiento total de la rica y compleja realidad de la Iglesia, que es una y múltiple a la vez.
Nunca he conocido una Iglesia tan centralizada como la de hoy en día. Tanto que, en ocasiones, me ha parecido que resucitaba la vieja Roma, ciudad-imperio. Sólo Roma tomaba las decisiones y la periferia, la inmensa periferia, se limitaba a obedecerlas y cumplirlas minuciosamente. ¿Qué tiene que ver esta Iglesia con la eclesiología de comunión y participación del Concilio Vaticano II? En este aspecto del ejercicio de la autoridad, cualquier parecido con el Concilio es pura coincidencia.
En realidad Juan Pablo II ha desempeñado su oficio de Papa de un modo muy autoritario, haciendo girar todo en torno a él: ha disminuido notoriamente la autoridad doctrinal de las conferencias episcopales, ha acentuado el carácter meramente consultivo del Sínodo de Obispos (del que ni siquiera podemos conocer otra cosa que las conclusiones a las que llegaron los padres sinodales), ha mantenido la autoridad sin límites de los obispos en un grado tal que hubiera sorprendido al mismo san Ignacio de Antioquía, para quien el obispo era el representante de Dios. Y en cuanto al magisterio se puede decir, sin exagerar, que Juan Pablo II ha impuesto en la Iglesia el pensamiento único, ayudado (todo hay que decirlo) por la cobardía y el temor reverencial de muchos obispos. ¿Dónde están aquellas agallas de los apóstoles que permitían que san Pablo le pegara, en Antioquía y en público, tal bronca a san Pedro, que era el Papa, que acabara llamándole hipócrita delante de todos? (Cf. Gal. 2,11 ss) ¿Cuándo volverá a la Iglesia esa libertad tan evangélica y ese profunda fe en el Espíritu? Pero no, en la Iglesia actual, sin libertad de expresión, los obispos nos sentimos tan controlados y los teólogos tan vigilados y examinados... La Congregación para la Doctrina de la Fe ha actuado al estilo del antiguo Santo Oficio, de infausta memoria, pero, eso sí, sin torturas físicas ni hogueras.
Mención aparte merece, en este sentido, el inmovilismo doctrinal de Juan Pablo II respecto a la moral sexual y matrimonial. ¿Cuántos matrimonios se han sentido angustiados, al verse encorsetados por la problemática encíclica de Pablo VI Humanae Vitae, tan reafirmada y enfatizada por Juan Pablo II? ¿Cuántos jóvenes han abandonado la Iglesia por considerar que era inhumana esa moral sexual? ¿Cuántos científicos, dedicados a la investigación biogenética, consideran a la Iglesia el mayor enemigo de la ciencia? A veces me pregunto si no acabaremos creando un nuevo caso Galileo. Esta actitud tan cerrada por parte de la Santa Sede produce un efecto boomerang que favorece lo que los sociólogos llaman "católicos a la carta". Muchos católicos practicantes prescinden totalmente del magisterio eclesiástico, en estas y otras cuestiones, con lo cual el remedio resulta ser peor que la enfermedad.
Juan Pablo II ha defendido ardientemente la libertad religiosa, ha abogado por la libertad política, es decir libertad de pensamiento y expresión, pero en el seno de la Iglesia la ha dejado bajo mínimos. ¿Cómo se explica esta contradicción en un hombre que tiene madera para haber sido un gran Papa y haber desarrollado lúcidamente la rica eclesiología del Vaticano II, en el que intervino de modo personal y muy activo? La clave, a mi entender, está en su formación religiosa. Juan Pablo II se ha formado en un catolicismo polémico y beligerante como el polaco, con el nacionalcatolicismo como telón de fondo, y de tal manera le ha marcado esta formación que no se encuentra a gusto en una sociedad democrática, tolerante, pluralista y muy secularizada. Todo esto ha contribuido a que errara el método a seguir: en vez del diálogo ha elegido la confrontación y el dogmatismo, considerando "cultura de la muerte" todo el conjunto de la cultura actual y postmoderna. Lamentablemente, se ha hecho realidad en la Iglesia la cínica frase de Alfonso Guerra: "El que se mueve no sale en la foto".
No se puede negar que Juan Pablo II haya sido realmente un papa universal, como lo prueba el centenar de viajes apostólicos que ha realizado por todo el mundo para confirmar a sus hermanos en la fe y hacerlo en los lugares y circunstancias en que vive cada Iglesia. Para mí, concretamente, el viaje que hizo a España en 1982 fue una bendición y una inyección de esperanza para los católicos, cualquiera que fuera su concreta ideología política. Desgraciadamente, estos viajes, que al principio eran motivo de gozo y de admiración, se han convertido en una rutina que no interesa ya a casi nadie, excepto, al parecer, a los jóvenes. Es sorprendente el atractivo que ejerce sobre ellos. El Papa ha conectado perfectamente con las masas y ha actuado ante ellas como un prodigioso actor que las conmueve y arrastra. Es posible que no le hagan mucho caso a lo que dice, pero el impacto cristiano que produce es innegable.
¿Cómo no hablar de los esfuerzos ecuménicos del Papa? Encuentros personales con ortodoxos, anglicanos, protestantes, judíos, musulmanes, etcétera. Se trata de un ecumenismo de dimensión mundial. La variopinta y estimulante reunión en Asís de los representantes de todas las religiones pasará a la historia como un modelo de fe en Dios, que lo trasciende todo. Pero, también en este campo aparecen las contradicciones de Juan Pablo II. Cuando parecía que el ecumenismo con las Iglesias cristianas no católicas estaba bien encarrilado, el Papa publica el documento Dominus Jesus, que sentó como una bomba en todas esas iglesias. Es como si el Papa tuviera miedo a perder la primacía y, con ello, pusiera en peligro la integridad del depositum fides. Pero, no se trata de primacías, sino de diálogo, de estar dispuesto a escuchar y atender las razones del otro.
Largo y ancho podría ser el balance del magisterio y pontificado de Juan Pablo II, y más cuando, como dicen, para contener todos sus escritos hace falta una biblioteca entera. Yo he querido comentar algunos aspectos que me parecen especialmente interesantes, pero dejando el juicio último al lector, no sin recordarle que entre el blanco y el negro hay una rica gama de grises.
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