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Columna
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Lo feo

Ha llegado a Vitoria una curiosa exposición que anda rodando por la piel de toro (empleamos la metáfora castiza porque el asunto lo merece) desde hace ya algún tiempo. Se titula Cultura basura. Una espeleología del gusto. La muestra nos propone un recorrido por el horror del kitsch, esa palabra que inventaron los alemanes para designar lo que es de mal gusto, la pura pacotilla y la cacharrería más infecta. Jordi Costa ha hurgado con acierto y minuciosidad de buscador de tesoros urbanos en los contenedores de la cultura de masas. Se ha convertido, en fin, en espeleólogo de la horterada, en inspector (como aquel inefable Giménez Caballero de la vanguardia prefascista hispánica) del alcantarillado estético.

Aquí están -ahí están- los anuncios más espeluznantes, las sopas warholianas más indigestas, los freaks más inefables (incluido Sardá con su parada televisiva de los monstruos, encabezada por nuestra compatriota Tamara), John Waters y su cine excremental, Zsa Zsa Gabor o Ed Wood vestido de angorina. Hay algo fascinante en toda esa basura, algo que nos atrae como un imán. Muchos programas de televisión que vemos (demasiados) podrían incluirse en esta muestra. Muchos libros (muchísimos) que caen en nuestras manos podrían igualmente formar parte de esta espantosa y atractiva exposición. Hay algo, como digo, que nos imanta en estas porquerías, porque todos tenemos nuestro lado pringoso e infantil. Ni siquiera hace falta que venga el doctor Freud a recordárnoslo. Mis admirados Alex de la Iglesia y Javier Gurruchaga, lo mismo que Almodóvar, son ejemplares acabados de este gusto exquisito por lo feo. Si no puede ser elegante, decía algún modisto, sea al menos extravagante.

Hace un siglo, el feísmo modernista proporcionó abundante material de desecho. Hay un hilo invisible (o no tan invisible) que conecta a un escritor como Hoyos y Vinent con el cantante Raphael, pasando por el conde de Romanones. Una de las novelas de Miguel Espinosa, hoy olvidado, como tantos escritores notables, se titulaba La fea burguesía. Me vienen al recuerdo los collares de doña Carmen Polo que amenizaron nuestra infancia autárquica: quiero decir que el kitsch no es privativo de una clase social determinada.

Lo cursi abriga, decía Ramón Gómez de la Serna. A lo mejor por eso nos atrae. José Emilio Pacheco, el gran poeta mexicano, escribió un estupendo poema titulado Homenaje a la cursilería. Y qué decir de aquella inolvidable novela de Manuel Puig titulada Boquitas pintadas. Claro que no es frecuente convertir la quincalla en obra de arte, pero a veces se produce el milagro. Lo feo, hay que admitirlo, nos ha rodeado siempre. El problema es que ahora nos asedia. El tan manido pensamiento único me preocupa menos que esta estética única, uniforme y hortera que gobierna el mercado. Vivimos tiempos feos. Lo decía Manuel Rivas esta misma semana en Bilbao: "Lo malo de estos tiempos es que, además de malos, son feos" (feos como el alcalde de su pueblo). Pero lo feo vende. "La belleza es un pájaro herido", leo en una postal tornasolada, fea como un Lladró.

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