Talleres
Una antigua superstición ordena que todos los escritores, sin importar escudo ni bando, nos alineemos del lado de los que denuestan los talleres literarios, esas escuelas ridículas (dicen) donde cuatro maestrillos enseñan el orden en que deben mezclarse los ingredientes para guisar una obra maestra de la literatura. Es común que en la profesión autores y editores hablen con un velado desprecio o una suerte de conmiseración de aquellos que quieren convertirse en novelistas o poetas pagando matrícula y cuota mensual, y no resulta raro comprobar cómo el arte escabroso de la injuria libresca incluye entre sus insultos expresiones tan reveladoras como "estilo de taller".
Estúpidos prejuicios: a mí, personalmente, me parece espléndido que quien sienta la llamada de las musas se apunte en un curso para organizar su viaje de un modo racional y sistemático, con turoperador, en vez de emprenderlo campo a través y con una caña en la mano, como todos los que nos hemos iniciado en la literatura de manera silvestre. Pocos habrá, espero, que me acusen de parcialidad a la hora de hablar de talleres, después de haber participado en muchos de ellos con conferencias y algunas clases, y de que amigos y colegas míos, como el peruano Jorge Eduardo Benavides, que vive de esto en Madrid, me hayan confesado sin tapujos que de unos mimbres modestos, bien trenzados, pueden confeccionarse artistas muy serios.
Por esto recibo con simpatía la iniciativa de la editorial sevillana Puentes de Papel de organizar un taller on line, a través de Internet, que evite el engorro de la asistencia diaria a un local que nos viene lejos y a una hora traicionera: por el módico precio de 60 euros cada cuatro temas, cualquiera estará en camino de convertirse en escritor, esta bendita profesión que, a pesar de lo que parece desde fuera, también exige sus renuncias y sinsabores.
Personalmente, siempre fui amigo del autodidactismo y siempre preferí las carreras a trancos por el campo a la aridez rectilínea de las veredas, pero eso no obsta para que reconozca que el método y la disciplina poseen sus evidentes ventajas. Conviene desterrar esa visión apolillada del escritor como amanuense de las musas, como elegido que cincela una obra inmortal una vez que ha sido alumbrado por un rayo que viene de arriba, por el viento paráclito que dirige sus frases: dedicarse a las letras consiste en algo mucho más doméstico, incluso prosaico, cuyas normas y preceptos puede uno aprender fácilmente si se toma el trabajo y la atención necesarios.
No sé si llegar a la alegría de José Saramago, cuyo premio Nobel le autoriza a afirmar despreocupadamente que montar novelas no difiere en esencia de construir sillas, y que igual que existen sillas sólidas que soportan con valentía las carnes de cualquiera y otras que se desploman con sólo apoyar un glúteo, así los textos resultan valiosos o imperfectos dependiendo de la maña de quien los haya pergeñado. Otra cosa es el amor por la letra impresa, por la lectura, por las obras ajenas, porque el único atajo para llegar a casa, parafraseando a un sabio con peluca, es colarse por la puerta de los vecinos.
Me temo, eso sí, que sin el espionaje de las ventanas de enfrente no hay nada que hacer, aunque el taller lo dirija García Márquez, que por cierto también sabe algo del asunto.
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