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ELECCIONES EN MADRID
Columna
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La esperanza de Aguirre

Dispuesto a secundar la feliz iniciativa propuesta por la candidata de su partido a las elecciones autonómicas, Rodrigo Díaz del Villar, uno de los 73.000 militantes que, según sus cómputos, atesora el Partido Popular en Madrid, salió a la calle aquella mañana, animoso y optimista, dispuesto a convencer a un madrileño de los que votaron al PSOE y luego se arrepintieron y se enfadaron con el partido. "Si cada uno de los 73.000 militantes que somos en Madrid convenciera a un votante de los que se equivocaron en mayo votando al PSOE y a IU, tendríamos ganadas las elecciones", había arengado Aguirre a los interventores y apoderados de su partido, y sus palabras habían calado hondo en este disciplinado militante, que hoy se sentía orgulloso de estar enrolado en tan aguerrida y disciplinada tropa propagandística, la legión de la Esperanza, así la había bautizado en su fuero interno.

Mientras caminaba, decidido y a buen paso, hacia su tarea como un boy scout a punto de acometer su buena obra del día, Rodrigo iba pensando en los 72.999 militantes como él que estaban a punto de iniciarse en el mismo cometido, aquello iba a ser una fiesta como el día de la Banderita de la Cruz Roja o la colecta del Domund de su infancia, claro que esta vez no se trataba de sanar cuerpos ni de salvar almas, sino de captar los votos del descontento de la izquierda y señalar a los arrepentidos el camino del buen gobierno. Más que un acto de propaganda, Rodrigo lo veía casi como una acción de apostolado, y, sin darse cuenta, se puso a cantar para su coleto aquello de "Como el ciervo que a la fuente de agua fresca va veloz..." que entonaba en las misas del colegio, al tiempo que sus pasos le encaminaban hacia una céntrica y concurrida cafetería en la que había pensado iniciar su labor misionera.

¿Cómo reconocería a los presuntos catecúmenos? Rodrigo se había hecho ya la pregunta al despertarse aquella mañana en pleno ataque de celo apostólico y unos minutos después, bajo la ducha, había recibido la revelación. Iluminado por el Paráclito, no tuvo ninguna dificultad en identificar a un probable socio-comunista, enfadado y sentado en un taburete de la barra. Tenía el ceño fruncido y los ojos clavados en un ejemplar de EL PAÍS que estrujaba entre sus manos al tiempo que mascullaba una retahíla de palabras casi ininteligibles pero rotundamente malsonantes, completamente ajeno a la inmersión de una esquina de su maltratado periódico en la taza de café, solo, como se desprendía de la intensa coloración marrón oscuro que impregnaba ya un tercio de la primera página. Una coyuntura propicia para el abordaje del apóstol, que, tras advertirle del accidente, entró directamente en materia.

-Le ruego que me perdone por el atrevimiento, pero me gustaría saber si por casualidad no será usted uno de esos votantes enfadados con los partidos de izquierdas después de las últimas elecciones.

Su interlocutor que, tras agradecerle la advertencia, trataba infructuosamente de arreglar el desaguisado, le examinó brevemente antes de responder:

-Le felicito por su agudeza, ha acertado de pleno, y ahora, si me lo permite, atrevimiento por atrevimiento, ¿no será usted uno de esos 73.000 militantes madrileños del PP que...?

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-Eso sí que es agudeza -reconoció Rodrigo-; lo soy, y estoy aquí, como puede suponer, para sugerirle que esta vez vote a nuestra candidata Esperanza Aguirre.

-Lamento no poder complacerle -contestó el recalcitrante-, pero es que estoy tan descontento que me he apuntado con los 10.000 voluntarios que estamos en la calle haciendo campaña por Simancas, a ver si sale y le ajustamos las cuentas.

-Tal vez en otra ocasión -farfulló el perplejo Rodrigo, ya en retirada, pero el otro le retuvo tomándole por el brazo.

-Espere un momento, le propongo un trato, yo le prometo votar por su Esperanza si usted me jura que votará por mi Rafael, el resultado será el mismo, pero usted y yo habremos cumplido con éxito nuestras respectivas misiones.

Sellado el pacto de caballeros con un apretón de manos. Rodrigo y su interlocutor se separaron plenamente dispuestos a incumplirlo y a justificarse con el pensamiento de que el otro haría lo mismo.

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