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La Bienal de los impactos

Concluida oficialmente la segunda Bienal de Valencia parece que tenemos sobre la mesa los principales argumentos culturales de una programación de tan elevado coste como diversa naturaleza, diseminada en actividades relacionadas con el arte, el cine, el teatro, la ópera y hasta la literatura pura -recordemos las veladas poéticas en el Botánico que organizó la primera convocatoria-.

Como toda programación, la Bienal tiene derecho a sus altibajos, pero no a claros errores, completamente anticipables y financiados por el erario público. Las dos bienales han traído actos tan incomprensibles como inauditos. Recordarán aquella cosa -llamarlo instalación es mucho- consistente en un montón de tierra traída de Sarajevo con un alucinado conejo vivo en medio. El artista, Kusturica, es un digno cineasta, un músico mediocre y un inexistente creador plástico. En la segunda Bienal el turno nos ha llegado, casualmente también en el Almudín, con la exposición de cuadros que pinta en sus ratos libres Vangelis, sí, el músico de Carros de Fuego. Sin comentarios. Un posible desagravio hubiera sido la rifa de todos los cuadros al final de esta exposición. Para tan emblemático escenario, propongo a la próxima bienal los óleos de Palomo Linares o las esculturas del hijo de Anthony Quinn.

El primer error de la Bienal es de concepto y consiste en el fallido intento de darle una aparente fundamentación temática de conjunto -ora las pasiones, ora la ciudad ideal- de la que obviamente carece. Este hipotético sentido profundo de la Bienal siempre ha basculado hacia el lado de lo plástico -véanse las apoteósicas presentaciones en Arco- con fines muy claros, el principal de los cuales es convencer a algún transeúnte incauto o a algún listo bien comido que esto es algo parangonable con la Bienal de Venecia o con alguna de las grandes bienales plásticas que en el mundo son. Detrás de este pretencioso objetivo se encuentra la platanera teoría de los impactos que consiste en hacer algo, lo que sea, con tal de que produzca mucho ruido mediático. La sensación final es que con tan generoso presupuesto y con curators atraídos al calor de este bolo con el talonario en la mano, se puede lograr un espectáculo efímero y artificial, unas divertidas fotos, unos preciosos catálogos en papel de muchos gramos y unas amigables paellas con estos genios de paso por la ciudad. Lo que parece fuera de lugar es aspirar a hacer gran Cultura o a escribir dos páginas en la historia del arte contemporáneo. En este sentido la Bienal se asemeja a esos equipos de fútbol de Qatar o de los Emiratos Árabes. Abundante dinero pero escaso fondo. Lo artificial frente a lo vital. Falta la historia, la reflexión, el debate, la implicación, las ideas, la tradición, la vida. En fin, lo que separa al Al Rayaan Sport de Mario Basler y Fernando Hierro, del Boca Juniors.

Yo les recomiendo a estos expertos de la mercadotecnia del impacto que se dediquen a estudiar al streaker que salta en todas las finales de Wimbledon con una página web rotulada en la espalda y quiten sus manos de la cultura. Como todo el mundo debería saber, el valor de un acto cultural no se mide ni en la taquilla ni en los impactos, sino en su contenido. De hecho, entre los muchos eventos que ha programado esta Bienal destaca la obra de teatro Mi mano sobre la tuya en la soberbia interpretación de Michel Piccoli. Unas representaciones tan escasas como extraordinarias en el Teatre Micalet sin nexo alguno con la ciudad ideal y que, por no ser vistas por millones de impactados, no dejaron de ser lo que fueron: lo mejor de la Bienal.

Si la Bienal, lejos de todas estas ínfulas ridículas, pretenciosas e imposibles se hubiera presentado humildemente como lo que realmente es, es decir, como un verano cultural al estilo del Grec de Barcelona o los Verano de la Villa de Madrid, las cosas habrían sido mucho más sencillas. No es el Festival de Salzburgo o el de Aviñón, pero tampoco son las "Noches de Verano" en el alicantino castillo de Santa Bárbara y su lujoso programa de este verano 2003: María del Monte, Los del Río, Francisco, Fórmula V y Dyango, entre otros destacados artistas.

El segundo error es de escala y planificación: cómo se explica que una Bienal que muestra una clara vocación plástica y contemporánea se haga de espaldas a la programación de los principales centros de arte contemporáneo de la ciudad y de la Comunidad Valenciana. Es palpable que la programación cultural se hace a golpe de ocurrencia, con muy escasa reflexión previa y con palpable caos discursivo. La prueba más evidente es el hecho de que la exposición que realmente se acopla como un guante en el contenido semántico que se ha querido dar a esta Bienal, la ciudad ideal, tuvo lugar hace un año y medio en el Muvim bajo el título de "Arquitecturas utópicas". Por no mirar un poco más atrás y señalar a "Contra la arquitectura" del Eacc. Dos magníficas exposiciones que sí habrían dado sentido a la propuesta temática en torno a "La ciudad ideal". En cualquier otro lugar un salpicón programático de este calibre hubiera liquidado a los responsables de organizar la política cultural con presupuestos públicos de auténtico lujo. Entre nosotros, simplemente, ha pasado desapercibido. En fin, y esto es una nueva sugerencia, tema global para la tercera bienal: caos y orden en arte contemporáneo.

Aquí afloran todos los procelosos laberintos de la administración cultural y sus diferentes escalafones, escalafoncitos, ramas y ramitas en los que cada uno guarda su capillita acariciando la argolla de una granada. Por si acaso, ya puestos a embutir en la Bienal actos culturales que van de Chéjov a las instalaciones radicales pasando por la ópera, por qué no incluir los conciertos de julio, el festival de jazz del Palau y el blues del IVAM. En vez de siete minifestivales de jazz prefiero uno que haga un poquito, un poquito sólo, de sombra al de San Sebastián. Y entre doscientos disco móviles y el FIB de Benicàssim, me quedo con el FIB. Y entre los trescientos eventos y minieventos impactantes de la Bienal y alrededores, prefiero tres exposiciones de extraordinaria calidad -no nos olvidemos del presupuesto millonario del evento-. La Bienal pone un potente foco de luz en el colosal mosaico de minipoderes desconectados e impermeabilizados que gestionan la cultura en nuestra comunidad autónoma. En otras palabras, ¿qué es lo que impide que el muy respetable y envidiado presupuesto cultural que manejan las diferentes administraciones no desemboque en una planificación coherente, racional y de altísima calidad? Respuesta: el minifundismo cultural y ese patético baile de vanidades, yoismos y, fundamentalmente, mediocridades al que de tanto sufrir hasta vamos a empezar a tomar cariño.

Paciencia.

Manuel Menéndez es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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