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Por un puñado de créditos

Habitamos tiempos en los que todo está sometido al fluir constante, nada puede detenerse, ni siquiera los sistemas de enseñanza. En pleno desarrollo normativo de la LOU y con el curso recién inaugurado, se anuncian cambios en las enseñanzas universitarias. El argumento esgrimido no puede ser más aséptico e incuestionable que el denominado Espacio Europeo de Educación Superior. Es la piedra angular de un enigmático documento (Carta de Bolonia), tan parco en texto como prolijo en iniciativas innovadoras. Al menos esto nos dan a entender los exégetas más avispados, cuyas visiones explican allí donde les ofrecen una tarima. En sus discursos sortean las viejas reivindicaciones de órganos democráticos y contrato laboral, para redundar en la cantinela que con la iniciativa privada llegará la calidad a la enseñanza superior.

En la era de lo fluido los procedimientos también son distintos. Ahora la web institucional sustituye a las comisiones tripartitas y paritarias, y la discusión del matiz se disipa ante el potencial iluminador de un eurócrata viajero y parlanchín. Quien, seguro de saberse con información privilegiada, hace las delicias de la audiencia apostado tras un móvil y el PowerPoint, emboscando en diagramas de flujo el verdadero propósito de la política educativa. ¿Cómo es posible que a estas alturas no se haya abierto un debate sobre el modelo de Universidad aventurado por la reforma emprendida? ¿Es proporcionada la iniciativa a los vicios que se pretenden superar y que casi todo el mundo universitario conoce? ¿Será acaso una reforma también "preventiva"? ¿No se equivocarán quienes piensan que estos cambios, como los anteriores, se quedarán en casi nada? Precisamente por ello, lo que se propugna bajo el paraguas europeo es algo de mayor calado: cambiar el modelo de Universidad, aunque ello suponga arrasar con las importantes conquistas sociales y culturales encarnadas por el modelo cuestionado. Y para conseguirlo, nada mejor que desplegar la insolvente LOU a través de una política educativa regresiva y objetora radical de las instituciones públicas. La propuesta se nutre de ingredientes tales como el coste cero, algo de pragmatismo anglosajón, bastante competitividad y, sobre todo, muchos indicadores de excelencia.

Es posible que haya quienes piensen, con la mejor voluntad, que todo esto no dejan de ser especulaciones gratuitas para objetar la buena nueva inherente al Espacio Europeo de Educación Superior. De entrada, dicho espacio existe desde hace siglos; lo segundo es que se ha mostrado razonablemente eficiente en su cometido; y, por último, la expedición y homologación de títulos es una competencia de los poderes públicos, no de los empleadores y mucho menos de los atávicos colegios profesionales. De manera que la hipótesis del cambio de modelo no es descabellada, máxime cuando las propuestas anunciadas alcanzan al mapa de titulaciones, estructura de planes, redistribución de la responsabilidad para el desarrollo de dichos planes y, en consecuencia, nuevo sistema de financiación.

Y mientras los políticos, rectores y representantes de los gremios más influyentes andan de cumbre en cumbre (París, Praga, Barcelona o Berlín, que es la última) los poderes locales van haciendo faena. Así nos encontramos ya con el primer Real Decreto (1125/2003, de 5 de septiembre) de la nueva era, regulando el sistema europeo de transferencia de créditos (ECTS). Desde luego, decir en septiembre que un crédito vale 25 horas de trabajo o que el curso durará 40 semanas es bastante más relajado que suprimir la división entre las ingenierías técnicas y las superiores. Pero bien, en el mencionado RD, art. 3, queda escrito que: "El crédito europeo es la unidad de medida del haber académico que representa la cantidad de trabajo del estudiante..." Ya en la explicación de motivos, los legisladores advierten que el sistema de créditos europeo requiere la adopción de "los nuevos modelos de formación centrados en el trabajo del estudiante".

Si nadie puede aprender por los estudiantes, como siempre ha sido, entonces ¿dónde están pensando que deben realizar ese trabajo dado que se estigmatiza la clase magistral? Vayamos por partes. Si la investigación, con apoyo explícito de la Universidad, ya se realiza en los institutos localizados en los parques tecnológicos, ¿por qué no pensar en un parque temático (versión amable de los actuales "aularios") para la docencia? Desde luego, motivación para acudir a los mismos no les faltará pues, como bien saben los estudiantes, atracciones docentes van a tener. Todo lo que reste hasta completar el haber crediticio, podrá ir al capítulo contable de prácticas externas en condiciones de aprendiz. Una vez externalizadas esas actividades, la Universidad restante no será más que un grupito de gestores del conocimiento; esto es, un cuerpo técnico de funcionarios cuya misión será buscar patrocinadores y subcontratar servicios docentes con los que rellenar el haber en los expedientes. A fin de cuentas sólo tienen que certificar la adquisición o no de competencias, del circunstancial "saber hacer", sin perder tiempo en los devaneos del conocimiento personal y colectivo de quienes habitan la plaza pública. Plaza que, tras la reforma propuesta, podría sufrir un apagón en cualquier momento.

Ángel San Martín es profesor de la Universitat de València

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