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ANÁLISIS
Columna
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Balances tramposos

LOS PARTIDOS no acampan ya extramuros de los Estados en lo que concierne a la financiación de sus actividades, tal y como sucedía durante su etapa heroica de lucha por la democracia; la razón del cambio es que ahora desempeñan funciones públicas aunque no ocupen el Gobierno ni tengan mayoría en el Parlamento: la Constitución española de 1978, por ejemplo, les encomienda la tarea de servir como "instrumento fundamental para la participación política" tras afirmar que "expresan el pluralismo político" y "concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular". El funcionamiento cotidiano de los partidos y sus periódicas campañas electorales no dependen ya de las cuotas de los afiliados o del trabajo voluntario de los militantes: actualmente reciben generosas subvenciones presupuestarias que les permiten comprar sedes, contratar personal asalariado, abonar elevadas facturas publicitarias y sufragar gastos diversos a sus directivos.

El informe sobre la contabilidad de los partidos durante 2001 presentado por el órgano administrativo de control de la gestión del Estado pone al descubierto un amplio registro de irregularidades

El grueso informe del Tribunal de Cuentas difundido esta semana analiza la contabilidad de los partidos en el ejercicio de 2001, un año bastante exiguo -sólo las vascas y gallegas- de citas ante las urnas. La Ley Electoral de 1985 y la Ley de Financiación de 1987 regulan los tres afluentes de fondos estatales que engrosan los caudales partidistas: las subvenciones por gastos electorales (locales, autonómicos, generales y europeos) en función de los escaños y votos obtenidos; las subvenciones a los grupos parlamentarios en las Cortes Generales y las asambleas autonómicas, y las subvenciones anuales para gastos corrientes. Durante 2001, los partidos recibieron 16 millones de euros para sus gastos electorales, 52 millones para sus grupos parlamentarios y 57 millones para su funcionamiento ordinario; otros 40 millones procedieron de corporaciones locales o de Gobiernos autonómicos. Además de esa pródiga financiación pública, los partidos pueden recibir donaciones de empresas y de particulares, si bien sometidas a topes y restricciones; también tienen acceso a créditos bancarios de amortización reglada.

Sin embargo, los partidos no han respondido con la debida lealtad al generoso sistema de subvenciones públicas y al permisivo régimen de donativos privados y de endeudamiento bancario creados por las leyes de 1985 y 1987. El caso Filesa -el PSOE fue condenado por el Supremo- y el caso Naseiro en Valencia y el caso Cañellas en Baleares -el PP se salvó por los pelos gracias a triquiñuelas procesales- dejaron entrever en sede judicial la propensión de los partidos a recurrir a procedimientos delictivos (comisiones ilegales, sobornos y cohechos) para su financiación irregular; el monto de las cantidades recaudadas a través de esos métodos fraudulentos sólo podría ser calculado de manera imprecisa mediante conjeturas sobre el tamaño de la brecha existente entre los ingresos oficiales declarados y los gastos efectivamente realizados por los partidos.

Pese a su equívoca denominación, el Tribunal de Cuentas es un órgano de control administrativo -no jurisdiccional- con escasas competencias y débil capacidad sancionadora, cuyos vocales son designados por los partidos a través de sus grupos parlamentarios; el informe fiscalizador de la contabilidad partidista en 2001 analiza las irregularidades cometidas ese año por las formaciones que habían aprobado a través de sus diputados y senadores las leyes de 1985 y 1987. La lista de infracciones es amplísima: documentación justificativa insuficiente, subvenciones concedidas por corporaciones locales al margen de la ley, condonaciones de deudas bancarias, falta de transparencia de las contribuciones privadas, ayudas de Gobiernos autonómicos a partidos en sus comunidades, etcétera. El asimétrico comportamiento de unos partidos que exhortan a la sociedad a cumplir las normas pero al tiempo las conculcan impunemente en beneficio propio no es sólo una ofensa para la equidad, sino que promueve la desafección de los ciudadanos hacia el sistema democrático.

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