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COPAS Y BASTOS
Columna
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En el circo

Hacía 30 años que no iba al circo, y la semana pasada me acerqué al Gran Festival Internacional del Circo Mundial. Sobre la arena de la plaza de toros Monumental, una enorme carpa centraliza las imprudencias de una fuerza multinacional de acróbatas, domadores, jinetes, payasos e ilusionistas. Asiáticos, americanos y europeos organizan una trepidante sucesión de números que tiene la finalidad de dejar sin aliento al respetable, formado en su mayoría por niños, padres y otros mamíferos. Si de pequeño me gustaban los osos motoristas del Circo de Moscú y la risa del payaso Popov, ahora me entretengo con detalles complementarios. Por ejemplo: la velocidad con la que se cambian los decorados e instalan los aparatos necesarios para cada número. La carpa se convierte en un reino del quita y pon, un mecano de andamios, poleas, correas, jaulas, ganchos y trampolines. Hay cosas, sin embargo, que no cambian: los elefantes siguen apestando escandalosamente.

Antes de empezar la fiesta, los niños pueden retratarse sobre un elefante apático a cambio de 10 euros por cada Polaroid. Comienza el espectáculo. Camellos y caballos comparten una vigorosa coreografía en la que uno no sabe si fijarse en el tembleque de las jorobas, tan aerodinámicas como los alerones de un fórmula 1, o en las preocupantes babas blancas que penden del morro de los corceles. Aunque la organización se ha tirado media hora pidiendo que no hicieran fotos ni filmaran las actuaciones, los padres pasan de todo e inmortalizan el momento. Hay cañones de luz y mangueras de humo, situados estratégicamente para subrayar triples mortales y otras proezas. La música que ameniza el espectáculo es una mezcla de Ennio Morricone, Goran Bregovic y Gipsy Kings pasada por un sintetizador programado por un robot adicto a la cafeína. "Quan treuen els plàstics és que vénen animals", le comenta un niño a su madre, sentada a mi lado. Hermosa mujer, pienso. En efecto: a una velocidad endiablada, entran y salen colaboradores que preparan el terreno para que todo fluya sin prisas, pero sin pausa. Como en tiempos ancestrales, se siguen aplaudiendo la temeridad, la extravagancia y el riesgo. Este último aspecto, no obstante, ha evolucionado. El Más Difícil Todavía roza los límites de la locura, convirtiendo la carpa en un plató ideal para rodar escenas de Noche de impacto (eso explica que tantos padres se dediquen a filmarlo todo, para vender luego las imágenes en caso de catástrofe). El colmo de la barbaridad llega con un número que consiste en meter a cuatro motoristas dentro de una esfera y pretender que circulen a toda leche sin chocar entre sí. Como es lógico, los acróbatas motorizados consiguen esquivarse durante dos segundos y luego se estrellan en un doloroso impacto. Uno de ellos tiene que ser retirado casi a rastras, mientras a los niños se les encoge el corazón.

Otra majarada consiste en llenar la pista de cocodrilos hipnotizados que su propietario, el mago Karak Khawak, va manoseando a su antojo. Hay unos payasos disfrazados igual que los payasos de toda la vida. Los niños se ríen pero, en mi caso, el niño que todos llevamos dentro debe de estar durmiendo porque no responde a ningún estímulo. Recuerdo lo que Sebastià Gasch escribió: "De la mateixa manera que el pallasso es veu obligat a cridar el seu diàleg, té necessitat també d'exagerar el seu rostre i d'estilitzar-ne els trets essencials. El maquillatge esquematitza, condensa, desproporciona, exaspera, intensifica les expressions fisonòmiques". Hay otro número que pone los pelos de punta: la rueda de la muerte, un artilugio gigante que va dando vueltas mientras los Torres Brothers, dos auténticos kamikazes, sonríen jugándose la vida. "Si quieren suicidarse, que lo hagan en su casa", me comenta espontáneamente mi hermosa vecina de asiento. La miro y, de repente, deseo contarle muchas cosas. Siento la tentación de hablarle de sus ojos, de hacerme el interesante y decirle que, de algún modo, nosotros también somos acróbatas de lo cotidiano, domadores de lo imprevisto. Y que tan difícil es ser trapecista como estar a la altura de lo que esperan de ti. Y que en la vida real no hay redes que suavicen las caídas ni aplausos que estimulen los aciertos, pero los aros de fuego están por todas partes, y a veces te quemas o quemas a los demás. Pero no quiero abrumarla con mis neuras y dejo que la mujer, que parece estar bastante harta de su marido, disfrute del espectáculo a través de los dos niños que la acompañan (son su vivo retrato: la misma sonrisa, el mismo brillo en los ojos). Estoy a punto de decirle algo más profundo, pero me temo que es demasiado tarde: ya entran todos los artistas y animales para el desfile final, y suena la fanfarria, y todo el mundo aplaude, tatachín, y todo el mundo aplaude, tatachán.

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