Historia de un extraño pacto
El Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia ha llegado a su fin. Larga vida ha tenido, pues, habida cuenta la ambigüedad de su contenido y su ejecución, en no pocos casos sorprendente, nada bueno hacía presagiar.
Mas ha de decirse en primer lugar que un Pacto no es cosa de uno, sino de todas aquellas fuerzas políticas que lo suscriben, y la responsabilidad de ese contenido, de su seguimiento y las denuncias que en su caso y a su debido tiempo han de formularse por su no correcto cumplimiento, no ha de atribuirse exclusivamente a quien gobierna, sino que por igual ha de repartirse entre quienes lo suscriben; de igual forma que, de alcanzarse el éxito, a todos ha de corresponder, siendo innegable que siempre el grado de exigencia es mayor para el Gobierno. La servidumbre de gobernar.
La existencia de un Pacto sobre algo tan importante merece ser bien recibido, pero el que se comenta adoleció ya de grandes defectos desde su inicio y, pese al entusiasmo en su elaboración, los resultados no han sido del todo satisfactorios.
Durante esa elaboración no fueron escuchadas muchas voces que en el desierto, al parecer, clamaron ante los defectos, silencios y ambigüedades que se denunciaron. Era necesario, así se deduce, cerrar el Pacto, ante la urgencia de llegar a un acuerdo sobre la elección de quienes tenían que formar parte del quinto Consejo General del Poder Judicial de la historia. Sus apartados, en no pocos casos, no gustaron en exceso al lector progresista, si bien se tenía esperanza en un buen desarrollo, siendo en verdad penoso el relativo al ministerio fiscal que nada bueno auguraba, lo que lamentablemente hemos tenido oportunidad de comprobar.
No menos penosas resultaron las negociaciones para la composición del órgano de gobierno de jueces y magistrados, al mismo tiempo que la cobertura de plaza en los tribunales Constitucional y de Cuentas, cometiéndose grandes errores en esa negociación a tres bandas, que no produjo beneficio alguno a la imagen de tales órganos, sino todo lo contrario, presidiendo el verano de 2001 todo un espectáculo -los olvidadizos deben acudir a las hemerotecas-, con acusaciones recíprocas entre las dos fuerzas mayoritarias y, lo que es peor, con descalificaciones públicas a alguno de los candidatos que, a todas luces, fueron en verdad inadmisibles.
Según la postura gubernamental, no desmentida, al menos con fuerza, por la oposición, con el sistema al fin acordado para la elección de los consejeros se trataba de evitar la politización de la justicia; mas he aquí, guste o no, posiblemente no, que el grado de politización alcanzado es el más alto imaginable y ese órgano es hoy en día mucho más parecido a un Parlamento que a una institución de serio y sereno debate y reflexión sobre las soluciones más adecuadas para el mejor funcionamiento de la justicia.
Se trataba, así también se decía, de eliminar el sistema de cuotas, pero es lo cierto que el reparto de las vocalías fue total y desequilibrado, acompañado ello de otros dos grandes errores, así yo lo entiendo, al dejar fuera por vez primera -sin conocerse bien la razón- desde que se introdujo la elección parlamentaria de sus miembros, a representantes de la Asociación Francisco de Vitoria y a uno propuesto por los nacionalistas vascos.
Desde el punto de vista legislativo se han introducido, entre otras, reformas en el Código Perial y Ley de Enjuiciamiento Criminal que no han supuesto sino un retroceso en algunas de ellas en relación a etapas anteriores y otras no iban respaldadas de forma satisfactoria desde el punto de vista presupuestario, pero sin que el Pacto fuera denunciado por ello a su debido tiempo.
Dirán algunos, generalmente creyentes del crepúsculo de las ideologías, que son ellos quienes representan el progreso. Ha de decirse que no, como rechazarse merece la afirmación de que en los últimos seis años ha mejorado la justicia -en contra, desde luego, de la opinión mayoritaria de los ciudadanos, como encuestas recientes desvelan- más que en los veinticinco anteriores, aunque tal misterio deben desvelarlo los socialistas, impulsores de numerosas leyes y reformas en esas y otras áreas, así como en el desarrollo de las que afectan a derechos fundamentales, y poder así comprobar dónde está o ha estado el progreso. De hacerlo, porque muy posiblemente el Gobierno no lo hará, el debate sería sumamente interesante, a la par que enriquecedor.
Por lo que al Estatuto Fiscal se refiere, su reforma y ejecución han estado presididas por el sectarismo, así se ha puesto de relieve en numerosas ocasiones. Desde dos años antes se venía anunciando que a su entrada en vigor unos jefes en concreto no seguirían al frente de sus puestos. Es decir, la reforma, hasta su agotamiento, se ha ido labrando paso a paso -a la vista, ciencia y paciencia de los grupos parlamentarios- sin que nadie anunciara a tiempo su desvinculación del Pacto, antes de consumarse lo que en verdad se pretendía y claro estaba. Doloroso es decirlo, pero así es la verdad. Luego, eso sí, a llorar.
Que alguno de esos jefes, exclúyase a quien esto escribe, hayan sido triturados como lo han sido, es en verdad intolerable. Que quienes se han distinguido por la defensa de los valores democráticos a lo largo de su dilatada vida profesional fueran así tratados en una democracia, difícil es de digerir. La República española -descubrimiento del más listo, al parecer, de los Bush, sin que oficialmente se haya desmentido-, aunque cada vez más está mediatizada por la medianía y mediocridad no puede permitirse ese lujo.
Cierto es que para alcanzar ese objetivo se contó con la complicidad del Consejo Fiscal, en una de las sesiones más lamentables que se recuerdan, huérfana de argumentos para justificar la defenestración que se comenta, abriendo así una herida que mucho tiempo tardará en cicatrizar. La carrera fiscal ya está, al fin, politizada a través de los puestos de libre designación. Hora es ya de renovar ese órgano y la llegada de aire fresco a su seno dando participación a juristas no fiscales designados por las Cámaras. Decir que eso contribuiría a su politización no deja de ser un sarcasmo.
Pero, transcurridos los meses electorales que se avecinan, gobierne quien gobierne, creo que no es desdeñable la idea de un Pacto de Estado sobre la Justicia, pero con unas premisas indispensables, a mi juicio, para conseguir el éxito. Han de especificarse las leyes que deben modificarse u otras nuevas y su contenido sin ambigüedades, cuyos proyectos han de aprobarse tras el consenso alcanzado por los firmantes y, en su caso, con la dotación presupuestaria necesaria. Deben ser oídos, cuando sea preciso, los colectivos profesionales, aunque su parecer no tenga nunca carácter vinculante.
Y deben resolverse definitivamente, siempre pura opinión personal, cuestiones importantes que en el fallecido Pacto quedaron pendientes. Por ejemplo, el relativo al sistema del jurado; los enemigos de tal institución aprovechan ahora los tristes sucesos acaecidos en la provincia de Málaga para tratar de descafeinar la misma, por más que el sistema mixto esté consagrado en otras legislaciones. Pero si tras el fallo del jurado malagueño sólo se encuentra responsabilidad en él y no en otros órganos e instituciones del Estado, lo que ya es difícil, no pueden compartirse afirmacioncs que recuerdan de alguna manera a Bogart diciéndole a Ingrid en su tierna relación amorosa: "Siempre nos quedará la Junta de Andalucía". Cada cual debe asumir su responsabilidad.
Deben también definitivamente abordarse las formas de ingreso en la judicatura y acordar la erradicación de cualquier clase de corporativismo en las carreras judicial y fiscal, abierto o encubierto, pues el corporativismo es enemigo del progreso.
Y después de veinticinco años de Constitución, hora es ya de aclarar el punto relativo a las competencias de las comunidades autónomas en materia de justicia, con decisión, valentía y realismo, si se quiere que haya un Consejo General del Poder Judicial o dieciocho, dónde se quiere que realmente esté el ministerio público y su Consejo Fiscal, perfilando bien la figura del fiscal general del Estado, sin estar continuamente mareando la perdiz sobre tal cuestión, sin decir públicamente lo que realmente se piensa; pero siempre sin dar pasos hacia el Estatuto de Primo de Rivera y sí profundizando en la reforma aprobada en 1981 por unanimidad de ambas Cámaras, debiendo, por último, mantenerse la Fiscalía Anticorrupción para lo que realmente fue creada. Ha de tomarse la reforma anunciada en agosto, si somos optimistas, como una serpiente de verano, pues las competencias que se le atribuirían no significarían otra cosa que difuminar las que actualmente tiene.
Un Pacto no significa otra cosa que ceder sus firmantes parte de su programa, pero si se estimare que la cesión es demasiado gravosa, debe cada cual defender el suyo, siendo entonces el mejor Pacto el que no existe, lo que no impediría llegar puntualmente a ciertos acuerdos.
Se detecta en la actualidad, y ejemplos hay que lo avalan, un claro retroceso en todos los órdenes tras el vendaval originado por la actual Administración norteamericana que azota a Europa. En la carrera fiscal, por ejemplo, sobre todo a través de la interpretación retorcida que del Pacto se ha hecho, existe un adormecimiento como no se conocía desde la transición a nuestros días y cierto temor a expresarse con total libertad. Pero han de recordar los fiscales que, teniendo la obligación de defender los derechos de nuestros conciudadanos, hemos de saber defender también los nuestros. Un fiscal que por temor no se sirva lícitamente de ellos, no será sino un fiscal mutilado. Si de algo les sirve a los más jóvenes, séame permitido decirles que este viejo fiscal -por impertinencia del documento de identidad, no por otra cosa- no piensa renunciar a los suyos, pues mucho costó conquistarlos y tratará siempre de hacer buen uso de ellos. Con Pacto o sin él. Prefiero que lo haya, pero perfectamente viviré sin él, cumpliendo siempre, eso sí, las leyes emanadas de la voluntad popular, aunque no siempre me gusten, y últimamente algunas me gustan bien poco.
Juan José Martínez Zato es fiscal de Sala del Tribunal Supremo.
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