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A PIE DE PÁGINA

El método de la lapicera

Dicen que el análisis de ADN es el método de identificación más sutil y definitivo; puede ser, pero es engorroso y jurídico, y sólo lo pueden realizar especialistas de guardapolvo blanco en modernos laboratorios. El método de la lapicera es igualmente probatorio, y está al alcance de cualquier Sherlock Holmes doméstico. Las plumas de las lapiceras, como todo el mundo sabe, van deformándose según cómo escriba su dueño, según la presión que haga, la posición de la mano, la inclinación de la letra. Una pluma usada durante varios años toma una forma única, no hay dos iguales. La operación de la escritura es demasiado complicada, pone en juego demasiados movimientos y posiciones para que su efecto sobre la pluma no sea particularísimo. Se vuelve una huella digital, más difícil de falsificar que una huella digital. De ahí que sus dueños no prestan la lapicera de pluma, como se prestan los bolígrafos: el que la toma prestada tiene dificultades para lograr un trazo continuo, y el que la presta corre el peligro de que esas dificultades provoquen un forzamiento que la estropee.

Todos los hombres quieren sentirse únicos, pero es el escritor el que trabaja con ese sentimiento

Otro motivo por el que las lapiceras de pluma no se prestan, es que suelen ser muy caras. Suelen ser un símbolo de estatus, pero creo que su condición de objeto de lujo tiene por función que se las cuide y atesore, para que duren mucho tiempo en posesión de su dueño y con el tiempo se deformen sutilmente hasta volverse diferentes de todas las demás lapiceras del mundo. Apreciamos sobremanera nuestra propia condición de únicos e irremplazables, y supongo que pretendemos reproducir esa unicidad en objetos. Portadora de esa posibilidad, la lapicera persiste casi sin cambios en el formato en que se la inventó hace más de un siglo y sigue triunfando sobre instrumentos de escrituras más modernos y más prácticos. Frente a los poderosos procesadores de texto, anónimos y sin más historia que la de su novedad, nuevos ricos de la memoria, la lapicera persiste.

Por supuesto que no es el único objeto que se personaliza con el uso. Pero no convendría tomarlo como uno más. Por extensión, la lapicera representa al escritor, y en el escritor la busca de la singularidad cristaliza como vocación y destino. Todos los hombres quieren sentirse únicos e intransferibles, pero el escritor es el que trabaja específicamente con ese sentimiento. En él las labores de la experiencia y los azares de la biografía se conjugan en la construcción de una cualidad de único a la que todos aspiran y sólo el escritor expresa. Triunfa cuando su identidad se vuelve una pieza en el gran modelo para armar del mundo, cuando la falta de esa pieza deja un agujero.

La analogía entre los dos términos de la metonimia, entre lapicera y escritor, puede extenderse. El escritor aspira a volverse un "hombre de lujo", aspiración que en los hechos se degrada al éxito y la fama, aunque mantiene un fondo más digno: lo mismo que en la pluma cara, el lujo que adorna al escritor no se restringe al estatus social sino que es un signo de su valor, del trabajo que costó hacerlo; ese costo se mide en la más valiosa de las monedas, el tiempo de la vida, y lo que se ha gastado en producirlo es tan exorbitante que induce a conservarlo y apreciarlo y atesorarlo

... ¿Cuánto cuesta un escritor? Para empezar, cuesta los treinta o cuarenta años de su aprendizaje -aunque algunos queman etapas y lo hacen más rápido, pero son las excepciones-. Y después, o sea antes, están los siglos de tradición que constituyen su otro aprendizaje, el de su "especie". Esa acumulación de tiempo es el tesoro que encierra la obra literaria, lo que le da su valor. Todo organismo vivo consume tiempo; el escritor transforma el tiempo, lo irreversible del tiempo, en signos concretos, los deja documentados. Y se produce en su biografía una delicada deformación personalísima por la que lo reconocemos como escritor.

El artista en general es alquimista de tiempo y experiencia, documentador de su civilización y de lo que la civilización le hace a los hombres. La historia se acumula sobre sí misma, la cultura se hace más compleja, el progreso se infiltra hasta en lo que se pretende eterno. Tal como sucede con los instrumentos de escritura, el modelo del artista se ha diversificado y modernizado. Pero el viejo modelo del escritor, igual que el de la pluma, persiste, porque tiene la ventaja sobre los demás de operar una individualización infalible, y a bajo costo. Oculto y oscuro, el escritor destila los fastos del mundo y los expresa con humilde obstinación, transformándose poco a poco. Su herramienta y talismán, la lapicera, lo acompaña en la transformación y realiza la paradoja de ser un modesto objeto de lujo, modesto aunque sea de oro, y sobre todo si es de oro.

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