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El complejo voto al PP

Francesc de Carreras

Desde los inicios de la democracia, el Partido Popular -en aquellos tiempos denominado Alianza Popular- ha experimentado en Cataluña cambios notables y ha pasado por fases muy distintas. El PP sabe que puede tener un espacio electoral mucho más amplio que el reflejado hasta ahora en las urnas y lo busca con ahínco. Hasta ahora, sin embargo, no lo ha encontrado.

No obstante, hay que recordar su ascenso en los últimos años. Sólo un dato: en las últimas elecciones generales del año 2000 el PP obtuvo 768.355 votos en Cataluña (el 22,7% de los votantes), sólo 200.000 menos que Convergència i Unió (CiU), que consiguió únicamente la confianza del 28,6% del voto catalán. Ello indica que el PP catalán tiene un amplio margen de crecimiento, incluso en las autonómicas.

En las próximas elecciones, el PP catalán, además, se ha encontrado con un estupendo regalo: es el único partido que no propone la reforma del Estatuto ni de la Constitución. Así pues, los otros cuatro partidos del arco parlamentario catalán le han suministrado en bandeja, aunque sea en negativo, su propuesta estrella en estas elecciones: la estabilidad institucional. Ello significa que el Estatuto de autonomía es, por el momento, suficiente y no hace falta reforma alguna. En cambio, es necesario su desarrollo, aplicarlo bien; es decir, gestionar mejor las muchas competencias y la capacidad financiera de que dispone la Generalitat.

Ciertamente, hay muchos ciudadanos catalanes que consideran, tras 23 años de vigencia, que se necesita una reforma del Estatuto. Pero también es verdad que otros muchos no entienden que existan razones para su revisión y tal vez les guste la propuesta del PP. Especialmente si los proyectos que están sobre la mesa parten de filosofías tan distintas que difícilmente se podrá llegar a un acuerdo común, lo cual generará frustración y agrios enfrentamientos y se perderá tiempo y energías. En cambio -creen los ciudadanos que no están por la reforma-, este tiempo y estas energías son muy necesarias para reorientar políticas concretas: educación, infraestructuras, reforma administrativa, protección social, política territorial, sanidad, seguridad pública, etcétera. En definitiva, como acaba de manifestar Alberto Fernández Díaz en Sevilla, estos ciudadanos sostienen que no se trata de conseguir más autogobierno, sino mejor autogobierno.

El espacio electoral que se le abre al PP con este inesperado obsequio que ha recibido de sus adversarios políticos puede abarcar sectores muy diversos que sólo excluyen a los más nacionalistas; es decir, quienes consideran que el actual Estatuto sólo es aceptable en la medida que es un paso hacia el soberanismo y, por tanto, su reforma debe constituir otro paso más en este largo e incierto camino. Pero aquellos que consideran que el Estatuto es válido en la medida que permite una mejor actuación de los poderes públicos -todos los poderes públicos, incluidos por tanto el Estado y los entes locales- pueden pensar que la discusión de un nuevo texto será estéril y sólo servirá para distraer a la opinión pública de los problemas reales. Por tanto, la oposición a la reforma puede ser un punto de encuentro entre derechas e izquierdas, catalanistas y españolistas.

Ahora bien, desde otra perspectiva, el PP se encuentra con una contradicción que le es difícil obviar. Josep Piqué ha dicho que sólo daría su voto a CiU si se le ofrece algún departamento en el Gobierno catalán. Se entiende que, en otro caso, no otorgará su voto a CiU en la investidura del nuevo presidente de la Generalitat. Esta posición plantea un problema a quien, entusiasmado con la idea de no reformar el Estatuto pero desea un cambio en el Gobierno catalán, quiera votar al PP.

El problema es sencillo. Tal como están las cosas, otorgar el voto al PP no sirve para provocar un cambio de mayoría que desplace a CiU del Gobierno de la Generalitat, sino que es un voto que puede ser utilizado, especialmente, para dos objetivos: o bien para mantener a CiU en el poder, aunque compartiendo tareas de gobierno con el PP; o bien para que el PP quede arrinconado en la oposición mientras los demás partidos pasan otra legislatura entretenidos con la reforma del Estatuto, al parecer su juguete preferido. El votante que no quiere más, sino mejor autogobierno queda insatisfecho con ambas opciones. Con la primera opción quizá evita una reforma estatutaria, pero no contribuye al cambio, sino a mantener la situación actual ya que la participación del PP en el Gobierno de la Generalitat siempre será minoritaria y subordinada a CiU. Con la segunda opción, se deja el camino despejado para que su voto no influya para nada en los cuatro años futuros más allá del testimonio de ser el PP el único partido discrepante del llamado consenso catalán.

Incluso cabe una tercera posibilidad, nada descartable: el voto al PP puede servir para consolidar un Gobierno de coalición entre CiU y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Veamos el escenario. Puede darse un resultado, nada improbable, en el cual ninguna coalición posible alcance la mayoría absoluta, pero una coalición entre CiU y ERC pueda obtener mayoría simple -e investir a un presidente en la segunda vuelta- con la abstención de un tercer partido. Teniendo en cuenta que CiU no ha rechazado de antemano el apoyo parlamentario del PP y ERC sólo ha prometido que no lo aceptará en ningún caso, los populares catalanes -con el fin de impedir un gobierno de izquierdas- pueden ser este tercer partido y optar por la abstención. Esquerra, en este caso, siempre podrá alegar en su defensa que ha cumplido con sus promesas: no ha aceptado -explícitamente, por lo menos- el apoyo del PP ya que no le ha votado.

Todas estas posibles combinaciones -más allá del complejo espacio electoral del PP en las autonómicas- ponen de manifiesto que en las próximas elecciones la utilidad final del voto que depositamos en las urnas es ciertamente misteriosa, como siempre sucede cuando lo más probable son gobiernos minoritarios o de coalición. Mi viejo amigo Antoni Gutiérrez Díaz quizá dirá, otra vez, que hago futurología. Y ciertamente tendrá razón: creo que es parte de la función de los analistas políticos con la finalidad de que los ciudadanos tomen conciencia de las repercusiones de su voto.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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