La hora de los cómicos
Entre divertido y asustado sigo a diario la irresistible ascención de Arnold Schwarzenegger hacia la gobernación de California. La última encuesta le concede un 40% de las intenciones de voto, contra sus más cercanos rivales, el hispanic Cruz Bustamente (32%) y el conservador McClintock (15%). Como este último es también del Partido Republicano no se excluye que decline en el último momento a favor del actor, pero aun si no lo hiciera tanto The Washington Post como The New York Times de esta mañana [jueves 2 de octubre] parecen resignados a una victoria electoral del ciclópeo Terminator.
¿Debería ser esta perspectiva política un serio motivo de preocupación? A primera vista, sí. California es un Estado más grande y más próspero que las dos terceras partes de los países que hay en el mundo y quien al parecer va a gobernarlo es un inmigrante austriaco que llegó a esa tierra hace 35 años y que, a diferencia de Ronald Reagan, otro actor que fue gobernador de California y llegó después a la Casa Blanca, carece de la más elemental experiencia política. Sus únicas credenciales en la vida son haber ganado muchos concursos de musculatura -fue Mr. Bíceps del Mundo o algo así-, estar casado con una Kennedy y una exitosa carrera cinematográfica encarnando a un robot subnormal, indestructible y devastador gracias a la que ha acumulado una fortuna de 56 millones de dólares.
No son títulos suficientes, sin duda, para bregar con los monumentales problemas que tiene un Estado de economía en crisis, del que están huyendo muchas industrias, y afectado de alta delincuencia y agudas tensiones sociales por los antagonismos étnicos y la difícil coexistencia multicultural de blancos, negros, asiáticos e hispánicos. Pero, en este dominio al menos, hay un factor tranquilizante: la avanzada descentralización del poder hace que Estados Unidos se acerque bastante a ese ideal de la sociedad abierta que Popper definía como organizar las cosas de tal modo que "los gobiernos puedan hacer el menor daño posible". Aun si la gestión de Mr. Bíceps fuera tan catastrófica como sus películas, los perjuicios para el Estado serían mucho menores que en una sociedad donde todo, o buena parte, de la vida económica y social depende del poder político.
No es casual la súbita emergencia en la vida política de un icono del celuloide y menos que ello ocurra en California, donde, recordemos, está Hollywood. Ello refleja una tendencia de la cultura de nuestro tiempo que, aunque con matices y variantes que tienen que ver con las tradiciones locales, se manifiesta prácticamente en todo el mundo, tanto en los países ricos como en los pobres, en las democracias y en las dictaduras: el protagonismo creciente de actores, cantantes, animadores y modelos en la vida política de las naciones. Como ocurría cuando yo era adolescente con los intelectuales, cuya presencia era indispensable para dar una cierta dignidad y seriedad a un mitin, a un manifiesto, a una protesta, a un partido o a una campaña política, y como, antes todavía, toda acción cívica o movilización social requería, a modo de carta de presentación y emblema de respetabilidad, el apoyo de representantes de las "clases dirigentes" -profesionales destacados, hombres de empresa, jueces, militares, dignatarios- en nuestros días no hay iniciativa o movimiento de sesgo político que sea digno de ser tomado en cuenta si no puede lucir en sus filas, en lugares prominentes, como credencial de popularidad y empaque, a una buena lista de figuras del espectáculo. Los cómicos han reemplazado a los pensadores y escritores, igual que éstos sustituyeron a los "ciudadanos respetables", como figuras estelares del quehacer público.
La razón es muy simple: vivimos en una civilización del espectáculo, las imágenes han pasado a ser mucho más importantes que las ideas para las personas y, como consecuencia, también para la vida cívica. Lo que sucede en Estados Unidos anticipa lo que, más pronto o más tarde, será imitado por el resto del mundo, y de hecho ya está empezando a ocurrir, pues en todas partes las contiendas electorales se deciden cada vez más en función de la publicidad y cada vez menos debido a los programas y razones que proponen los candidatos. Lo esencial en ellas no son las propuestas en juego sino la manera como estas propuestas llegan al elector, convertidas en eslóganes, carteles, cortos y avisos radiales y televisivos. No es que la forma cree el contenido, como en las obras literarias y artísticas. En este caso la forma hace las veces de contenido y permite prescindir de él.
Las dos campañas electorales que están en marcha en estos momentos aquí en Estados Unidos, la de California, y las internas del Partido Demócrata en relación con las primarias de las que saldrá elegido el candidato presidencial para las elecciones federales del próximo año, son fascinantes representaciones cotidianas que tienen todos los ingredientes esenciales de un grandioso espectáculo: una ópera en el mejor de los casos y, en los peores, una astracanada o un circo. La información periodística al respecto es sumamente instructiva. Los diarios dan cuenta de las empresas y los técnicos en relaciones públicas y campañas publicitarias que han contratado los candidatos y entrevistan a estos últimos para que expliquen cómo han diseñado sus estrategias encaminadas a llegar a determinados sectores sociales o para, mediante campañas negativas, debilitar, anular o hundir en el descrédito a los candidatos rivales. No es una exageración decir que esta manera de encarar la promoción de una candidatura política es, desde todo punto de vista, idéntica a la orientada a abrir en el mercado un espacio a un producto industrial, con la sola diferencia, tal vez, de que en este último caso el producto promocionado es de efectos más tangibles y verificables que un candidato a gobernador, senador o presidente. Lo que la campaña vende de éstos, sobre todo (y, en algunos casos, exclusivamente), son meras imágenes, no contenidos sino puras apariencias. Los electores lo saben y no les importa. Más: esperan eso. Las elecciones adoptan la forma de una animada ficción, de un juego de fingimientos y disfraces, de manipulación de emociones e ilusiones, en las que triunfa no quien está dotado de mejores ideas y programas o de mayor poder de convencimiento sino el que actúa mejor y encarna de manera más persuasiva el personaje que los técnicos de la publicidad le han fabricado porque, a su juicio, es el más vendible. ¿Y quién haría este papel mejor que un profesional del espectáculo?
No hay razón alguna desde luego para que una actriz, un bailarín, un cantautor o un animador televisivo no sean ciudadanos movidos por ideales, convicciones e ideas que pueden prestar un servicio valioso a su sociedaden el ámbito político, y de hecho hay algunos casos, como el de Ronald Reagan, precisamente, en que un actor dejó una huella profunda en la vida política de su país. Pero la verdad es que los cómicos no han pasado a ser los protagonistas del quehacer político de nuestro tiempo por sus ideas o sus creencias, sino por lo que representan, por esas ficciones en que se encarnan de manera tan seductora, por lo que fingen ser en las pantallas, los escenarios o las ondas. Y tal vez ni siquiera por eso, sino, todavía más elementalmente, por ser símbolos vivientes de lo que el mundo en que vivimos ha llegado a admirar y codiciar con la pasión con que, las mujeres y los hombres de épocas pasadas, admiraban y codiciaban entonces -la santidad, el heroísmo, la inteligencia, el sacrificio-: el éxito.
He oído a Arnold Schwarzenegger en la televisión respondiendo preguntas y debatiendo con sus rivales. Era muy entretenido, por cierto, y no hay duda que ganó el debate porque las réplicas irónicas y las frases burlonas del guión que le habían preparado sus asesores de imagen (los mejores del mercado, sin duda) las disparó en los momentos oportunos y con la naturalidad y la destreza de un buen histrión, provocando la hilaridad del público y muecas de desesperación en sus rivales. En cambio, el desafortunado hispanic Cruz Bustamente por quien probablemente yo hubiera votado si hubiera podido hacerlo en esta elección, no consiguió en una sola de sus intervenciones explicar su pensamiento, porque siempre le faltó o le sobró el tiempo y porque en vez de dominar las palabras éstas lo dominaban a él, y además, claro está, porque su físico no le ayudaba nada: con su asfixiante papada y su rollizo talle parecía una caricatura del Goliat que tenía al frente. Hasta entonces punteaba las encuestas; desde allí, Schwarzenegger lo alcanzó y dejó atrás.
Una pregunta a estas alturas inevitable es la siguiente: ¿la civilización del espectáculo es compatible con la democracia? ¿Desaparecerá ésta en un mundo desprovisto de ideas, donde se llegará al poder gracias a las refinadísimas técnicas de manipulación de la sensibilidad y las emociones humanas que en el teatro, el cine o la televisión nos hacen reír, llorar o exaltarnos ante juegos de prestidigitación que confundimos con la vida? En todo caso no hay duda que la democracia se irá degradando y convirtiendo en algo distinto de lo que fue. Y, lo peor de todo, irá perdiendo la confianza y el apoyo de grandes sectores de la ciudadanía. Tal vez eso explique el fenómeno del ausentismo electoral, un problema creciente en casi todas las democracias avanzadas. Acaso ese desapego de masas de ciudadanos hacia las elecciones tenga que ver con esa sutil transformación que ha ido experimentando esta institución cardinal de la democracia, de ejercicio de la soberanía y expresión de la voluntad ciudadana en un entretenimiento o diversión más o menos anodino. Los espectáculos son necesarios para combatir la rutina y el aburrimiento, desde luego. Pero los hay más intensos y dramáticos que una justa electoral.
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