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Columna
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La construcción

Construir no es sencillo, ni barato, ni cómodo. Aquellas casas que se derrumbaban cuando el desarrollismo, que se venían abajo en el momento en que los inquilinos introducían su flamante llave en la anhelada cerradura propia, pagada a golpe de horas extras, pluriempleo y millares de letras, me vienen inevitablemente a la memoria estos días primeros de octubre. Todavía se venden a buen precio en nuestras capitales (la locura inmobiliaria en este hermoso y zurrado país supera incluso a la insania política).

Aquellos pisos con aluminosis, las urbanizaciones de Jesús Gil y Gil como ángeles caídos en San Rafael, las casas de papel o puro humo que vendía en Cuéntame Imanol Arias pueden ser una buena metáfora para los mareantes de esta nave estultífera en la que navegamos con la derrota puesta no se sabe bien dónde. La construcción, en fin, era para unos cuantos (y todavía lo es en algunos lugares) un chollo, y para muchos más una tragedia.

Lo mejor es estar a cubierto. Javier García Sánchez suele contar que decidió dedicarse a escribir para estar seco y no acabar cogiendo una pulmonía: su padre era albañil y a menudo volvía empapado a su casa, calado hasta los huesos. Los albañiles saben lo que cuesta levantar una casa. Mi hija se afana intentando construir algo que se parece vagamente, echándole al asunto mucha imaginación, una pequeña casa de madera. Las piezas se le escapan de las manos. El tinglado se cae antes de tomar forma convincente.

Construir no es sencillo. Ni siquiera construir esta columna, que tantas veces vemos tambalearse en la pantalla del ordenador, resulta fácil. Una buena argamasa (una buena sintaxis) es algo capital, pero no basta. Hacen falta más cosas. Hacen falta una idea, por ejemplo, y un plano. Yo no sé si Ibarretxe tiene su idea y su plano para construir esa nación que quiere, aunque me lo barrunto. Lo que sé (lo que leo) es que la Asamblea General de su partido planteará en enero la creación de un Consejo de Partidos nacionalistas que impulse la construcción nacional. Algo, por otra parte, plenamente legítimo. Pero a uno, qué quieren que les diga, lo de ponerse a construir naciones no es algo que le atraiga especialmente.

Las naciones, como ha explicado bien Juan Aranzadi, se construyen -se han construido siempre- sobre pilares de sangre. Mis antepasados encartados se pasaron unos cuantos siglos matándose unos a otros, pasándose a cuchillo, de bronca en bronca y de torre en torre, de Loizaga a Lapuente ("al pasar la puente, me puse a la muerte") para así amenizar la historia de Bizkaia. Ese viejo país ineficiente del que habló Gil de Biedma, también llamado España, ha consumido hectolitros de sangre. Yo no lo hubiera hecho. Quiero decir que no hubiese matado ni me hubiese dejado matar para construir ésta nación u otra, y mucho menos para amenizar la historia de un Señorío de jauntxos cejijuntos. Antes que una nación (cualquier nación) uno prefiere, igual que Gil de Biedma, construirse un refugio junto al mar: "Poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas..."

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