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Columna
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Mutaciones en la colonia

La secuencia la vi hace unos días, pero ya sólo podía sorprenderme que hubiera tardado tanto en producirse. En una de esas series norteamericanas que proyecta la televisión matinal (un padre con hijos muy pequeños es víctima de toda clase de vigilias), un chico y una chica emplazados en esa edad equívoca de niños-que-enfilan-su-primera-adolescencia tienen su primera cita sentimental. Acuden a una hamburguesería o a un sitio parecido y la chica, en un prodigio de sofisticación, de temprana madurez, decide pedir un café. El chico casi se impresiona y resuelve traer a su heroína el intragable tósigo. Entonces ella dice que era sólo una broma, que quiere un zumo de frutas. El chico suspira, aliviado, y entonces se suceden algunas reflexiones acerca de los quebrantos orgánicos que provoca el café, esa perversa sustancia alucinógena.

Desarmados ya otros discursos que hacían apología de diversos venenos, sólo nos quedaba el café como refugio adictivo, pero me temo que la cultura americana apunta hacia una última y definitiva limpieza corporal. La serie televisiva de muchachitos que circundan el sexo con doce o trece años (Quizás el guión de la serie les impondría luego, ya que no un prematuro coito, sí su primer beso en los morros) mantenía sin embargo el ímpetu sanitario y, cubiertos otros frentes, qué mejor que condenar el café.

Supongo que la campaña no tardará en generalizarse. El discurso correcto impondrá a los actores adolescentes que no prueben ante la cámara ni siquiera un café, aunque en su vida privada se atiborren de cocaína. La moral americana, que ya hemos hecho nuestra, es sobre todo una moral pública, una moral de estirpe protestante. Los países católicos, en cambio, han sido mucho más estrictos con la moral privada, mientras que en la pública siempre se permitían algunas licencias. Esta diferencia cultural, por supuesto, carece ya de importancia. No seremos protestantes, pero asumimos su moral como asumimos cualquier producto cultural importado del imperio dominante.

Simultáneamente, la prensa informa de un nuevo deporte que hace furor en Norteamérica: el toughman, una pelea de aficionados sin control, una especie de boxeo desprovisto de reglas. La zurra recíproca ha llevado este año a cuatro personas a la tumba. El año pasado fueron dos. La última víctima ha sido una mujer de 30 años, fichada precipitadamente para el combate, gracias a sus cien kilos de peso. Los puñetazos de su contraria la han llevado al otro barrio. Al margen de la repugnancia sexual del evento (uno se imagina miles de eréctiles varones contemplando la brutal pelea entre mujeres) resulta curiosa la obcecación americana por idear los deportes más sucios y las formas más gratuitas de muerte accidental. Pero al mismo tiempo, en ese país donde los adolescentes no deben tomar café, en ese país donde lanzar unas volutas de humo se considera la más infame agresión a la humanidad entera, cualquier descerebrado puede portar en sus entretelas una pistola, una recortada o un fusil de mira telescópica, legitimado por la existencia de millones de imaginarios enemigos.

Lo más triste es que somos incapaces de contemplar todo este asunto con curiosidad antropológica: preferimos la dependencia colonial, la mímesis, la asunción de una profunda amnesia cultural. Mientras escribo todo esto aún me siento afectado por un suceso del que acabo de ser testigo: en la calle he visto a una señora gorda que no dejaba de gritar a su traviesa criatura de seis años: "¡Wellington, Wellington! ¡Ven aquí, Wellington, que si no te doy una hostia!" Retumban esas palabras en mi cabeza como una espesa maldición: un país de disminuidos mentales gracias a la televisión generalista, incapaces ya de manejar un mínimo abanico de registros en su propia lengua, pero atentos y permeables, sin embargo, a cualquier corriente de aire de procedencia anglosajona. Es como si el mundo, o al menos el mundo que yo conocía, se estuviera derrumbando a trozos y uno de ellos me hubiera dado en el cogote. Cloc.

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