Los butaneros del futuro
Me pongo la gabardina, cojo la báscula del baño, la de precisión, y me voy a la puerta de un colegio, no a vender droga, sino a comprobar el peso de las carteras de los niños. Desde que en el primer mundo se abolió la esclavitud infantil, las mochilas de los escolares son la única oportunidad para curtir a los hombres y mujeres del mañana. Pero parece que hay padres y maestros blandengues que, en lugar de ver como una bendición este sobreesfuerzo infantil diario, lo ven como un peligro para sus espaldas todavía a medio formar. El colmo es la noticia que oigo en Catalunya Ràdio esta semana: en una escuela de Mataró, preocupados por el peso de las carteras de los alumnos, han decidido tomar medidas. (Y las medidas son de un ingenioso sin precedentes). La primera es comprar un armario para que los alumnos puedan dejar allí sus libros. La segunda es usar libretas de sólo 40 páginas. Como diría el admirable cantante Pino D'Angio: ¡Qué idea!
Los niños, por el peso de sus mochilas, podrían dedicarse a un oficio noble y casi extinguido entre los catalanes: el de butanero
Es la una y media, y en la puerta del Institut d'Ensenyament Secundari Ernest Lluch, hay montones de alumnos que se van a casa cargando el peso de los estudios en su espalda. Es cierto que alguna chica lleva el peso de los estudios en una maleta de ruedas, pero son las menos. Le ofrezco un caramelo a un chaval para que se acerque. Le pido que abra la mochila Nike que carga con tan poca ergonomiez, y observo las libretas que lleva. Cojo una, de espiral, la coloco en la balanza de precisión y compruebo que pesa 550 gramos. Le arranco 60 hojas (total, para lo que hay escrito...) y peso la libreta restante, ya de 40 páginas, como las de la escuela de Mataró. Me he ahorrado 200 gramos. Es poco, pero si el alumno, como es el caso, lleva cinco libretas, se ahorrará un kilo. Aunque lo más pesado de la libreta son las dos tapas y la espiral. Las arranco y las peso. Son 200 gramos. Ya puesta, arranco las hojas que quedan y las peso junto con las anteriormente arrancadas. Las 100 hojas sueltas pesan 300 gramos. Así que, si en lugar de tener libretas de 40 páginas, usaran libretas de 100 páginas sin tapa, sería aproximadamente lo mismo. Espero impaciente que a los de la escuela de Mataró se les ocurran otras ideas igualmente brillantes en el próximo claustro. No me refiero a cambiar las libretas por los folios, sino a prohibir que los alumnos lleven bocadillos. Un bocadillo son 400 gramos. Es un peso. Y a un alumno le va bien ayunar, para fortalecerse.
"Anda, niño, vete, vete fuera de mi vista", le digo al chico, una vez le he destrozado los deberes. Y me acerco a otro grupo de chavales. Tienen entre 14 y 15 años, así que sus espaldas no son, todavía, la del gran Iñaki Perurena. Les pregunto si puedo pesarles las mochilas y me cuentan que el año pasado, en el centro, les dejaban guardar los libros en las taquillas, pero que este año ya no. Así me gusta. Las taquillas son la primera causa de preadolescentes con flojera. Coloco la mochila del alumno Carles García en la báscula. Pesa cinco kilos. Dentro hay un libro de música, otro de física, una libreta grande, en la que toma apuntes de tres asignaturas distintas, y un walkman. No está mal. Pero me alegra decirles que la mochila de su amigo Marc Taribó pesa un kilo más. Aunque las más esperanzadoras son la de Ernest Llompart y la de Manel Catalán, con un total de nueve kilos cada una. Vamos bien. Aun así, me advierten de que serán mucho más pesadas a medida que avance el curso escolar, porque tendrán más apuntes. Le pido a Ernest que suba a la báscula. Pesa 55 kilos. Así que, si multiplico 100 por 9 kilos (del peso de la mochila) y divido el resultado entre 55, tengo que carga un 16,36% del peso de su cuerpo. Le falta mucho para ser como la hormiga forestal, que transporta hasta 40 veces el suyo, o como la mosca, que arrastra un peso equivalente a 170 veces. (Eso por no hablarles del abejorro). Pero en cambio, no les falta casi nada para dedicarse a un oficio noble, que está prácticamente extinguido entre los catalanes. El de butanero. Una bombona de butano pesa 12,5 kilos. Así que a Marc y a Ernest sólo les quedan tres kilos y medio de nada para ir cada mañana a la escuela con el peso equivalente a una bombona. Como en este instituto hay bastantes escaleras, el esfuerzo se podría comparar a subir el butano a un principal.
Con sistemas de enseñanza como éste, Cataluña volverá a ser lo que era. Sólo si en las escuelas se prohíben las taquillas y los armarios, los futuros catalanes podrán ser, en el futuro, grandes butaneros. Esos padres del tres al cuarto, educados en la sensiblería, que critican el peso de las carteras de sus hijos, no calculan que (en caso de llegar a mayores con las vértebras intactas) sus hijos tendrán un oficio que simboliza atractivo y potencia sexual. No podemos dejar el reparto de butano en manos de los paquistaníes. Esto es el mestizaje. Esto es el futur. Un niño con una bombona a la espalda, diciendo: "¿Quiere butane?". (Esa e neutra es básica). Así que ¡gracias a todos los que hacen posible que volvamos a recuperar la hegemonía perdida! Gracias a los que hacen posible que los padres ilegítimos de nuestros hijos vuelvan a ser butaneros catalanes.
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