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Esquerra y el voto útil

Hay nervios en el cotarro político catalán. Y los hay porque, a seis semanas de las elecciones, los resultados aparecen más inciertos, mucho menos inexorables que hace seis meses; porque las dos grandes opciones en liza dan la impresión de estar estancadas y no se detecta ningún síntoma de lo que los franceses llaman un raz de marée. De ahí esos augurios cruzados y risibles de inestabilidad si gobierna éste, de caos y parálisis si gobierna aquél. De ahí, también, los múltiples intentos, desde el PSC y desde Convergència, de conceptuar como "inútil", "estéril" o "desperdiciado" el voto a Iniciativa o a Esquerra Republicana; en especial a esta última, a la que todos los indicios tanto demoscópicos como ambientales auguran un peso cuantitativo y cualitativo trascendental. Contra ERC se tira y se seguirá tirando hasta el 16 de noviembre desde ambos flancos de su posición fronteriza, pero hoy quisiera centrarme en algunos de los ataques que le llegan procedentes de babor.

Existe todavía por estos pagos un seudoprogresismo anquilosado y sectario según el cual es perfectamente posible ser de izquierdas y abrazar la causa de los indígenas lacandones, o la de los indios mapuches, o la de cualquier otra etnia o grupo humano amenazado, mejor aún si es afroasiático y víctima del imperialismo y la globalización; y casa la mar de bien ser de izquierdas y luchar al mismo tiempo por la protección de las ballenas azules, de los linces ibéricos o de los buitres leonados; y se puede -e incluso se debe- ser de izquierdas y a la vez conservacionista del más minúsculo espacio verde, hasta del más solitario árbol o matojo. ¡Ah, pero afirmar y reivindicar la identidad catalana con sus derechos políticos, lingüísticos y culturales, querer para este país un futuro nacional, eso sí que es pura carcundia, algo incompatible con cualquier forma de progreso democrático y de avance social! Por consiguiente, y según esos clichés, no es que Esquerra Republicana no sea de izquierdas, es que no puede serlo.

Luego está la visión conspirativa de la historia. Desde principios de los años ochenta han florecido entre nosotros gentes -por lo demás cuerdas, estimables y hasta muy inteligentes- convencidas de que la hegemonía política de Convergència i Unió respondía a una especie de complot oscuro y tentacular, con Jordi Pujol en el papel del Viejo de la Montaña; de que, en estas dos décadas, cualquier iniciativa cívica, social o política de carácter nacionalista al margen de CiU estaba, bajo mano, teledirigida por ésta en beneficio propio. Según esta particular concepción de la realidad, ERC ha sido siempre, durante todo este tiempo, un submarino convergente. Lo era cuando, en 1980, Heribert Barrera otorgó su apoyo a la primera elección presidencial de Pujol; lo fue también cuando, en la siguiente legislatura, Joan Hortalà devino consejero de Industria. Pero lo siguió siendo después, tras la abrupta sustitución de Hortalà por Àngel Colom, incluso cuando éste pactó con el resto de la oposición arrebatar a CiU la presidencia del Parlament para dársela al socialista Reventós, y también más tarde, una vez huido Colom, sin que hayan servido para desmentirlo los múltiples pactos -senatoriales, municipales, comarcales- de Esquerra con el PSC e Iniciativa, ni sus posicionamientos legislativos. ¿Qué menos, pues, que el actual capitán del submarino, Josep Lluís Carod, se apreste a apuntalar a los herederos de Pujol, a poco que el escrutinio del 16-N lo permita?

Naturalmente, las incertidumbres electorales que atravesamos, aderezadas con episodios como el de Alella, dan alas a este discurso fóbico, prejuicioso y descalificador, a la caricaturización de ERC como un partido de hipócritas o de impostores. Hay inclusive quien se permite negar a la histórica formación política no sólo el izquierdismo, sino también el republicanismo y hasta el nacionalismo radical, con lo cual sus dirigentes serían una cuadrilla de desaprensivos, y sus 400.000 votantes una caterva de imbéciles. Pero el gran argumento contra Esquerra, en las pasadas y las próximas semanas, es el del voto inseguro: puesto que ellos se empecinan en la equidistancia y en no adquirir compromisos previos, ¿qué significado y qué efectos políticos van a tener los sufragios entregados a Carod-Rovira y los suyos? ¿Para qué van a servir?

Portavoces tiene ese partido que pueden dar respuesta orgánica a tales interrogantes. Pero basta la condición de observador para apuntar lo que sigue: si, alcanzando esos 20 o más escaños que le atribuyen varios sondeos, Esquerra fuera imprescindible para componer una mayoría absoluta, ello le permitiría condicionar con su programa al socio mayoritario de la coalición -el Partit dels Socialistes o Convergència i Unió- y hacerlo seriamente, no como en los tiempos del consejero Hortalà, cuando CiU tenía 72 diputados, y los republicanos cinco. Para un elector catalanista de centro-izquierda al que repatee cualquier fórmula de entendimiento entre Convergència y el Partido Popular, y que al mismo tiempo tema ver a Pasqual Maragall con una mano atada a la calle de Ferraz y la otra al documento de Santillana del Mar, para ese elector nada imaginario, ¿no es útil, incluso doblemente útil, el voto a la única fuerza capaz de estar en el próximo gobierno ya sea con unos o con otros, bien empujando a CiU hacia políticas más progresistas y populares, o bien tirando del PSC hacia posturas más atrevidas en el campo del autogobierno?

Dicho lo cual, comprendo que la mera hipótesis de un Carod-Rovira dictando condiciones y arrancando parcelas de poder al convergente Mas o al socialista Maragall provoque sarpullido en ciertas pieles alérgicas a una sola clase de nacionalismo: el de los demás.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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