Un genio demasiado practicable
El cuadragésimo aniversario de la desaparición de Jean Cocteau (1889-1963), que Francia está celebrando con todos los honores, ha vuelto a poner de actualidad la figura de este insólito y superdotado escritor, donde figura en lugar muy destacado la aparición de una gran biografía, escrita con rigor y no sin desmesura por Claude Arnaud, y es, a estas alturas, la primera gran biografía que nunca se le ha dedicado. Pues además, con ese sentido de la oportunidad -algunos dicen que de oportunismo- que siempre le caracterizó, su larga y fecunda vida estuvo marcada en todos sus momentos por un olfato especial que le hizo brillar con luz propia en todos los terrenos que tocó, y que fueron casi todos además: la poesía, la novela, el teatro, la prosa, el dibujo, la pintura, la escenografía, la música, la decoración, la crítica, el memorialismo, para terminar con unos destellos de cine fulgurante, que le hizo desembocar poco antes de morir en plena Academia Francesa entre muchos otros honores recopilados por el mundo entero.
Coqueteó con los mejores simbolistas, de Marcel Proust a Anna de Noailles, flirteó con la Primera Gran Guerra (Roland Garros), creó Parade con Picasso (su sempiterno amigo fiel) y Eric Satie, quiso heredar al inventor real que era Apollinaire, se acercó a dadaístas y surrealistas (que nunca se lo permitieron, para ellos no era más que un burgués y mundano recalcitrante), a Stravinsky, fue un homosexual militante toda su vida que vivió casi siempre con su madre, descubrió al efímero Raymond Radiguet y fue drogadicto desde entonces (Opio es el magistral relato de una cura que nunca terminó), se arrojó en brazos de Maritain para pensarse en religión (y allí le acompañó su ángel malo, el cleptómano y homosexual Maurice Sachs, que siempre le robaba), al menos durante un rato, fue protagonista indiscutible de los años veinte, autor de éxito permanente, creador de espectáculos, cabarets y gran escenógrafo y dramaturgo. Nunca triunfó como narrador, pero lo hizo casi siempre como autor teatral, conservando como poeta su propia renovación. Fue sobre todo un gran seductor, que se incorporaba todo lo que caía al alcance de su mano, quería en realidad ser todo aquello que amaba hasta la exasperación. Y que tropezó con resistencias del diamante, como Gide, la Nouvelle Revue Française o los surrealistas de André Breton, que se llevaron el gato al agua de las verdaderas vanguardias de su tiempo. Viajó por la España de Franco en la posguerra, escribió sobre las corridas de toros, y poco antes salvó de la prisión y contribuyó a lanzar al nuevo peso pesado de las letras francesas Jean Genet, de quien Jean-Paul Sartre tomaría el relevo.
Se le publicó por doquier y todavía conservo un excelente volumen de Aguilar prologado por Juan Gil-Albert de 1966 que incluye dos novelas, dos ensayos, sesenta estimables dibujos y algunos admirables textos teatrales (Orfeo, La voz humana, La máquina infernal, Los padres terribles, La máquina de escribir, Baco). Recientemente, Alianza ha publicado El viaje al mundo en ochenta días, que data de finales de los años treinta y donde se muestra fascinado por Charles Chaplin. Hay mucho aprovechable en sus más de doscientos libros, que él mismo subdividió en "poesía", "poesía de novela", "poesía crítica", "poesía de teatro", "poesía de dibujo" y "poesía de cinematógrafo", que ya es decir. En cine, desde La sangre de un poeta hasta Orfeo o El testamento de Orfeo, justo con sus colaboraciones con Bresson y Delannoy o la dirección propia de La bella y la bestia le han valido la estima de todas las vanguardias, así como sus ballets o colaboraciones con el grupo de los seis despertaron el mundo musical de su tiempo. Hace cuatro años se ha publicado su poesía completa en La Plèiade, y para el mes de noviembre se anuncia su Teatro completo en la misma colección, incluyendo argumentos coreográficos, sketches, canciones y su teatro más serio. En fin, quizá fue un genio a ratos, que se acercó a todo con su gran poder de seducción, de imitación, de sempiterno coqueteo con que tocaba todas las teclas. Suya es la frase de "soy una mentira que siempre dice la verdad", que todo el mundo cita incorrectamente. ¿Era un falsificador mundano, como decía Breton? ¿Un monedero falso como le calificó Gide? ¿Un artista insatisfecho y volátil? ¿Un genio tal vez demasiado practicable? ¿Y por qué no, si ensayó todos los caminos y nunca fracasó en ninguno del todo? ¿Hay quien dé más? Al menos bien vale una visita, si se acercan ya me lo dirán.
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