Rothko, claridad mortal
A primeras horas de la mañana del 25 de febrero de 1970, Mark Rothko se suicidó en su estudio de Nueva York, donde también vivía desde que se había separado de su mujer. Nacido el 25 de septiembre de 1903, en la localidad letona de Dvinsk, en el momento de su muerte contaba, pues, 66 años y 5 meses. Dos años antes, en 1968, había sufrido un aneurisma de aorta, que superó, aunque durante un tiempo debió abandonar cualquier actividad. A pesar de este gravísimo contratiempo de salud y del creciente desasosiego que le asediaba ya desde antes de este percance, así como de las consecuencias personales derivadas de esta latente depresión -la separación de su amada segunda esposa Mell y el voluntario aislamiento de sus colegas y amigos-, durante la mañana del día de su suicidio tenía concertada una cita con el vicepresidente de Marlborough para seleccionar la obra que debía ir a la galería para su comercialización, lo que nos indica que no tenía previsto, o, de manera aún difusa, acabar con su vida.
La única respuesta posible para el suicidio de Rothko debe hallarse en su pintura, a la que entregó su existencia por completo
¿Por qué entonces se suicidó Rothko? No parece que el misterio de tan trágica decisión pueda ser desvelado a través de una o varias causas concretas que le influyeron desde el exterior, todas ellas por fuerza de naturaleza ambivalente. Siguió pintando a pesar de los quebrantos físicos y emocionales. La jubilación artística de su generación con el triunfo del arte pop, aunque particularmente le repugnasen estética y moralmente los presupuestos de esta nueva tendencia, no pudieron afectar tanto a un artista que odiaba la fama y sufría remordimientos por el reconocimiento oficial que se le prodigaba y que consideraba peligrosamente corruptor y esterilizante. Por todo ello, sin que sea necesario seguir con un recuento de las circunstancias adversas que pudieron arrebatarle las ganas de vivir, tan indisociablemente unidas a las ganas de crear, está claro que la única respuesta posible para el suicidio de Rothko debe hallarse en su pintura, a la que entregó su existencia por completo, como, por otra parte, así lo expresó él mismo en 1958 en una conferencia sobre los elementos esenciales para la creación artística, el primero de los cuales era tener "una clara preocupación por la muerte", pues "todo arte trata con las intimaciones de la mortalidad"; esto es: que se debía "pintar a muerte", a tumba abierta.
Además de la importancia crucial de tenerla siempre presente y reflexionar sobre ella, ¿en qué medida la pintura "mató" a Mark Rothko? En el año 1913, con diez años, Mark Rothko, entonces Markus Rothkowitz, un niño judío que sólo hablaba yídish y ruso, debió atravesar en ferrocarril de punta a punta Estados Unidos hasta arribar a Portland, Oregón, donde le esperaba su familia, realizando este larguísimo viaje con un cartel colgado de su cuello, donde, escrito en inglés, llevaba los datos de su persona y destino. Nunca pudo olvidar la experiencia de esta visión transversal del espacio infinito del paisaje atisbado a través de las ventanas del vagón, porque era lo único que podía comprender. Tampoco, una vez instalado en Portland, sin entender durante años el inglés, y, aún menos, las extrañas costumbres de su nuevo país, pudo prescindir ya del no menos infinito espacio íntimo en el que estuvo confinado, su refugio y su baluarte. Por lo demás, hasta fines de los años veinte, Rothko no se convenció de que el único lugar y dirección posibles para él eran los de la pintura, en la que no encontró su verdadero camino personal hasta fines de los años cuarenta, cuando, junto con otros colegas cómplices, creó lo que se ha llamado el expresionismo abstracto, que internacionalmente triunfó durante los años cincuenta. No obstante, Rothko aún tardó otros diez años más en definir lo que consideró su estilo definitivo, en sus propias palabras, lo que llamó encaminarse hacia la "claridad": una búsqueda, una expectativa, una tensión, una orientación, más que, en todo caso, una conquista.
¿Fue entonces la pérdida de esta claridad lo que oscureció definitivamente la vida y la obra de Rothko; esto es: lo que le hizo perder de vista el infinito del espacio exterior atisbado a los diez años mientras atravesaba el paisaje americano y la no menos infinita inmensidad íntima donde luminosamente se refugiaba cuando todo el entorno le resultaba extraño? Entremedias, la promesa de que la pintura podría seguir no sólo preservando la claridad de esta experiencia radical, sino, todavía más, su jubilosa comunicación a los demás, le mantuvo vivo y en vilo, porque, quien se alimenta del manantial de la luz, no puede dejar de pulir, cada vez más afinadamente, su refulgencia.
Los cuadros últimos de Rothko se habían simplificado formalmente hasta tal extremo que las dos franjas horizontales de color que dividían el formato vertical de sus cuadros, no sólo se habían hecho compactas y rellenaban todo el espacio de la tela hasta los bordes, sino que prácticamente limitaban la tensión cromática al negro y el blanco, el dinis terrae, el auténtico réquiem de la pintura. ¿Quién entonces le podría acompañar en esta postrera excursión por ese reino sin vuelta de la penumbra? ¿Con quién podría ya compartir esta revelación definitiva del instante antes del nacimiento de la luz?
Comentando su cuadro Sin título (negro sobre gris) (1969-1970), el también pintor Sean Scully escribió que "el equilibrio entre austeridad y sensualidad se rompió a favor de la austeridad, y el juego teatral, que encauza la esperanza, fue reemplazado por la desolación de una sola línea de horizonte deslizándose de un borde a otro de la pintura. Rothko ya no era capaz de soportar más tiempo la tensión dramática entre esperanza y tragedia; él mismo, en efecto, se había quedado fuera de su propia escena". Desapareció, en fin, pero no sin dejarnos la luminosa herencia de su claridad, sus cuadros, esos faros que nos siguen guiando por el extraño paisaje de nuestra existencia.
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