En el tabernáculo de la modernidad
RESULTA DIFÍCIL explicar cómo dos escenarios separados entre sí por miles de años pueden provocar impresiones semejantes, y sin embargo esto es lo que me ocurrió a mí con la cueva de Altamira y con la capilla Octogonal de Houston. El azar hizo que visitara los dos lugares con pocos meses de diferencia, en 1981, y en ambos casos tuve la sensación de hallarme en el interior de un tabernáculo en el que se había registrado la memoria de una epifanía. Hasta cierto punto era lógico que Altamira produjera una sensación de este tipo, vinculada a la función fundacional que le hemos otorgado desde su descubrimiento. Más misterioso era, desde luego, la conclusión con respecto a la capilla de Houston. Paralelamente al diseño de Philip Johnson, Mark Rothko había pintado los murales de sus ocho paredes entre 1964 y 1967. Un espacio extraordinario para el visitante que, al menos en aquella época, podía contemplar casi en solitario la capilla. El cerco de marrones, grises oscuro y sobre todo negros era al inicio abrumador, un ejercicio de espeleología en el que el descenso a la gruta invitaba a la claustrofobia. Pero la continuación era hechizante: tras la inmersión el ojo empezaba a flotar en un aire ingrávido y los murales -tres trípticos y cinco plafones individuales-, antes asfixiantes, parecían retirarse hacia profundidades sin un fondo delimitado. Sentías, de un lado, una fuerza telúrica que arrastraba hacia el interior de la tierra y, por otro, el impulso ligero del vuelo.
Lo más asombroso de la capilla Octogonal es su escenificación de un fin de mundo y, a la vez, de un enigmático nacimiento. Creo que Rothko quiso entenderlo también así. Era el implacablemente coherente fin de su mundo como artista. De hecho las pinturas negras con las que experimenta desde mediados de los cincuenta, y lleva a su apoteosis en la capilla, son en gran medida la absorción de todas sus etapas anteriores: una luz negra en la que están presentes los sucesivos experimentos de emancipación de la luz llevados a cabo por el artista. Tras Turner, por el que sentía devoción, Rothko es el mayor liberador de la luz en la pintura moderna.
La luz negra es el rescate de la luz interior y, en el radicalismo de Rothko, el intento de captura de la "idea misma de la luz". Este objetivo requiere los mayores sacrificios de la forma artística, sin excluir el propio sacrificio del artista. Adquiere un sentido esencial, de este modo, la desnudez progresiva de la pintura de Rothko que no desdeña nunca, sin embargo, el doble aprendizaje de la tradición y de la experiencia. La travesía es larga, desde el cruce con las poéticas surrealistas hasta el diálogo con los maestros del Quattrocento o el retorno al esencialismo de la cifra hebrea o del icono ortodoxo. Desde 1949, el camino del despojamiento formal se hace irreversible, primero con las series multiformes, luego con el juego de rectángulos monocromáticos, finalmente con el desbordamiento de las fronteras del cuadro. Paradójicamente, cuando mayor es la densidad del color mayor es también su transparencia. En las poderosas secuencias de los Seagram Murals (1958-1959) explota una luz mágica que anuncia el movimiento último de la capilla de Houston.
Pero quizá en este espacio sagrado no se contenga sólo el fin de itinerario de Rothko sino, simbólicamente, el de toda la experiencia moderna o, cuando menos, de aquella que ha hecho de la abstracción el instrumento fundamental de la búsqueda artística. Si es así no es de extrañar que la capilla Octogonal sea una suerte de Altamira invertida de la modernidad.
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