La nostalgia ya no es lo que era
En medio de las legítimas celebraciones porque, por cuarta vez, España va a disputar la final de la Copa Davis, tras derrotar a Argentina en Málaga, nos vemos en la obligación de rezar un piadoso responso por una defunción lamentable y, sobre todo, innecesaria, que contamina el tenis desde hace ya algunos años, y que parece lo bastante cristalizada como para que no haya vuelta atrás.
La nostalgia ya no es lo que era; nos falta tiempo hasta para recordar, y, más aún, cuando la memoria se nubla con la embriaguez de la victoria. Antes, cuando en modo alguno cualquier tiempo era mejor, el público del tenis tenía la obligación de observar determinadas reglas de conducta. Se aplaudía lo propio y lo ajeno, y, especialmente, jamás se jaleaba el fallo del contrario.
Es verdad que había también otras cosas menos recomendables. El tenis, cuando Manolo Santana jugaba fabulosos partidos interminables con Nicola Pietrangeli, era un asunto de unos pocos, de los happy few, que dirían los ingleses; un asunto del establecimiento, que dirían los colombianos; un asunto de unos deportistas constreñidos por unas normas tan protocolarias como lo que toca a la hora del té. Los uniformes tenían que ser de un blanco inmaculado, e, incluso, sólo hace poco más de medio siglo, los caballeros tenían que llevarpantalones largos, y las damas, faldas, de corte y vuelo tan rigurosos como la etiqueta de Buckingham Palace. Al tenis jugaban tan pocos -al menos en España- que Santana tuvo que licenciarse primero de recogepelotas.
El desarrollo económico español, el interés renovado por el mundo, los éxitos deportivos que siguieron a esa irrupción del proletariado en el Tabernáculo de las buenas maneras, democratizaron la práctica del tenis, y bienvenido sea. Los jugadores gozan hoy de una libertad de atuendo, que cabe comparar con la liberación del frac, el redingote, el miriñaque y el polisón, a principios del siglo XX. Pero no, por ello, debería estar escrito en ninguna parte que democratización y consumo tengan que llevar incorporada la exigencia del mal gusto.
El entusiasmo con que el pasado fin de semana se celebraba cada fallo de Calleri y Gaudio -!y, encima, de nuestros primos argentinos!- producía tristeza. Es prácticamente seguro que París bien vale una misa, pero no está tan claro que Melbourne exija una reedición de Hotel Glam.
El mal de la pasión deportiva que incluye el feo gesto, se ha extendido como un reguero de pólvora por campos de toda condición y nacionalidad. Pero eso es no es consuelo para nostalgias tan inútiles como la presente.
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