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Columna
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Lo normal

Ya se sabe que todo es relativo, que lo que es natural para algunos, para otros es un completo contradiós. Lo decía Campoamor -que entre poema y poema se ganaba la vida de gobernador civil, lo cual habla a las claras de su lucidez- empleando el acertado símil de los cristales de distinto color. Todo es según el color del cristal con que se mira, es cierto, pero también es cierto que el sentido común suele actuar como un cristal traslúcido.

No se trata de establecer criterios rígidos de normalidad, pero el pollo mediático que se ha montado esta última semana a cuenta de la presencia de Ibarretxe en el Palacio Real parece desmedido y un sí es no es anormal. ¿No es algo perfectamente normal que el lehendakari, representante institucional de todos los vascos, acuda a una convocatoria del Jefe del Estado? ¿Parte de su trabajo, por el que le pagamos generosamente, no consiste en sonreír sin ganas, abrazar a señoras imposibles y apretar manos que le estrangularían si pudiesen? Loros insinceros, llamaba Miguel Torga a los políticos. No todos son iguales, pero todos aceptan el teatro, la máscara, su presencia en el Real (otra vez) de la feria. Aznar arrellanado en el mismo sofá que Gadafi. Ríen, murmuran, traman, a lo peor acaban por quererse.

Da igual el besamanos de Medinaceli que el cumpleaños de la Constitución. El político debe interpretar, actuar, representar. Iberretxe y Aznar llevaban demasiado tiempo en paro o huelga escénica, algo tan pernicioso y anormal como la situación opuesta, es decir, la pérdida de contacto con la realidad, la confusión calderoniana entre el sueño y la vida, el teatro y la política, la representación constante y sobreactuada del papel (algo así le pasó a Bela Lugosi, cuentan, y a Felipe González en su tiempo de gloria y bonsais). Ibarretxe ha cumplido. Es lo normal. Lo demás son sobre todo cábalas interesadas o consideraciones de analista sagaz. Visiones, como mucho, a través de los cristales líricos de Campoamor.

Lo que ya no es normal es lo del juez Garzón, tan admirable por tantos conceptos (excepto por el tono de su voz). Su auto de procesamiento contra Osama Bin Laden no es normal. Puede que sea posible, y de hecho lo es, pretender que Bin Laden purgue en la cárcel de Carabanchel el atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York, pero resulta cómico. De lo sublime a lo ridículo, como todos sabemos (salvo Isabel Allende, Paulo Coelho y alguna que otra autora superventas), sólo hay un paso: el que acaba de dar el juez Garzón). Se supone que para que un delito sea juzgado en un país (pongamos en España) resulta imprescindible que en el lugar donde se cometió no sea posible hacerlo, y no parece que en los Estados Unidos tengan ningún problema para hacerle a Bin Laden un buen recibimiento. El juez Garzón contaba la semana pasada, en el suplemento de este mismo periódico, que le bastaba con tres horas de sueño. Yo no sé cuántas horas dormirá el lehendakari; últimamente parecía que pocas. Esta semana habrá dormido más. Todos tendríamos que dormir algo más. Al menos ocho horas, lo normal.

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