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Un éxodo olvidado

A finales de la pasada semana comenzó a escribirse, con la discreción que le ha sido siempre propia, el último capítulo de uno de los procesos de exclusión colectiva, de uno de los dramas humanos más vastos y, sin embargo, más desconocidos o silenciados del último medio siglo: la desaparición de las poblaciones judías en los países árabes. Con el doble asesinato, en apenas dos días, de un comerciante de maderas en Casablanca y de un septuagenario jubilado en Meknes, se ponía en marcha el que será con toda probabilidad el postrer ciclo emigratorio de la única comunidad hebrea mínimamente significativa que todavía quedaba en un Estado árabe: la marroquí. En 1945, al término de la II Guerra Mundial, tales comunidades sumaban, del Atlántico al Golfo Pérsico, unos 940.000 individuos; hoy, no deben alcanzar los 5.000.

La presencia judía en esa extensa área geográfica no tenía nada que ver con el colonialismo o con el imperialismo -ninguna identificación posible con un fenómeno pied-noir-, sino que correspondía a un arraigo multisecular, en ocasiones milenario. En Mesopotamia o Egipto dicho arraigo era muy anterior a la conquista árabe y a la islamización tanto del valle del Nilo como del Creciente Fértil, e igual de antiguo era el asentamiento hebreo en el extremo sur de la Península Arábiga; muchos de los judíos magrebíes, por su parte, descendían de aquellos que, en 1492, fueron expulsados de las coronas hispánicas por los Reyes Católicos.

Contra lo que sostiene una leyenda tan tenaz como beatífica, la prolongada existencia de las comunidades judías en el mundo árabe no tuvo nada de idílica, ni estuvo presidida por la tolerancia y el respeto, al menos tal como los entendemos hoy. Es cierto que, en comparación con la Europa coetánea, la situación de los hebreos fue durante siglos globalmente mejor, libre de acusaciones de deicidio, de hogueras inquisitoriales, de demonizaciones racistas y de cámaras de gas, pero llena de discriminaciones, humillaciones y arbitrariedades. Entre cientos de testimonios posibles, citemos el de Domènec Badia i Leblich, nuestro Alí Bey, que describe el panorama en la primera década del siglo XIX: "Los judíos de Marruecos se hallan en la más abyecta esclavitud. (...) Por orden del gobierno, están obligados a llevar un vestido especial. (...) Cuando un judío pasa frente a una mezquita, debe quitarse las babuchas o las sandalias, lo mismo que al pasar ante la casa de cualquier musulmán notable. En Fez y otras ciudades, deben andar descalzos". Reducidos a la condición de dhimmi, es decir, al estatuto de minoría infiel tolerada y protegida, pero inferior, sujeta a un amplio abanico de penalizaciones y signos de sometimiento (pago de un impuesto especial, porte de distintivos vestimentarios, residencia obligatoria en barrios segregados y cerrados, prohibición de llevar armas o de cabalgar monturas nobles, prohibición de defenderse en caso de ser atacados por un musulmán...), los hebreos en tierra del Islam vivían bajo un régimen de apartheid religioso cuya transgresión comportaba la pena de muerte. Pero se habían adaptado a él, e incluso desarrollado un síndrome de gratitud hacia el poder opresor-protector.

Sólo la influencia europea, bien fuese a través del filtro otomano o del dominio colonial directo, puso fin desde mediados del siglo XIX a aquel estado de cosas y ofreció a los judíos árabes un porvenir basado en la igualdad jurídica, el dinamismo social y el protagonismo en la modernización económica de sus respectivos países. Fueron unas décadas doradas sobre todo para las burgesías y clases medias hebreas de Casablanca, Tánger, Alejandría, Beirut y Bagdad, si bien a partir de 1940 el horizonte comenzó a oscurecerse. Por una parte, las independencias de los Estados árabes y los nacionalismos islamo-céntricos que las impulsaban excluían a los judíos de la comunidad nacional, tendían a verlos como un elemento extranjerizante y filooccidental, y les amenazaban con una vuelta a la condición de dhimmi. Por otra, la exacerbación del conflicto de Palestina convirtió a los hebreos de ciudadanía árabe -en su inmensa mayoría ajenos al sionismo- en sospechosos natos de quintacolumnismo, en el chivo expiatorio ideal tanto de las derrotas de 1948, de 1956, de 1967, etcétera, como de cualquier crisis o convulsión política interna.

En resumen: a golpe de matanzas (Bagdad en 1941, Libia en 1945, Adén en 1947...), de detenciones masivas, de discriminaciones laborales u económicas, de agresiones y otras formas de acoso, casi un millón de judíos fueron forzados a abandonar el mundo árabe a lo largo de las últimas seis décadas, previa privación de su nacionalidad y un expolio económico más o menos completo; de ellos, un tercio se dispersó por América y Europa, incluidas Barcelona y Madrid, pero el contingente más numeroso y desposeído (unas 600.000 personas) halló refugio y ha sido integrado en Israel. ¿Les condujo hasta allí una elección fervorosa y militante? En un grandísimo porcentaje, fue más bien la falta de medios y de un destino alternativo, como lo prueba la conducta de los judíos argelinos, poseedores de la ciudadanía francesa: de 140.000, no más de 24.000 decidieron establecerse en Tierra Santa. Sólo de la enorme comunidad marroquí quedaron unos millares -entre ellos, ilustres opositores de izquierda, como Abraham Serfaty- que se han ido fundiendo como el hielo al sol y a los que los recientes atentados darán, probablemente, la puntilla.

Por supuesto, una injusticia no anula ni compensa otra injusticia. Pero un desarraigo sí vale lo mismo que otro desarraigo, y una memoria borrada -la de un palestino de Haifa- vale igual que la de un judío de Constantina o de Túnez. Si el drama del Próximo Oriente llega a terminar algún día, sólo será sobre la base de conocer y reconocer todas las injusticias, todos los agravios.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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