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Columna
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La casa del hijo

La casa del padre es la única que cuenta para ciertas mentalidades. Pero, ¿qué hay de la casa del hijo? Cuando en febrero de 1933 Hitler es nombrado canciller, el filólogo de origen judío Victor Klemperer acaba de comprarse un terreno. Ha invertido todos sus ahorros por lo que necesita un crédito para edificar la casa, su casa. Pero, ¿cómo conseguirlo? ¿Tendrá alguna importancia su condición de judío? Klemperer anota en su diario: "Lo inseguro de la situación influye en cada detalle. Cualquier intento de tomar un préstamo para construir la casa acaba en fracaso". Poco después de escribir estas palabras, Klemperer asiste atónito y hundido al triunfo de Hitler en las elecciones del 5 de marzo: "Toda la oposición, como si se la hubiera tragado la tierra. Ese absoluto hundimiento de un poder que existía hace sólo un instante, no: su completa extinción es lo que me deja tan anonadado".

Hitler comienza inmediatamente las razzias y pogromos contra opositores y judíos. Muchos judíos ricos son cogidos como rehenes para ser liberados a cambio de sus fortunas. No faltan quienes se ponen a buen recaudo en el extranjero, pero son los menos. Aunque todavía son menos los judíos que hayan adquirido recientemente un pedazo de tierra alemana y quieran edificar sobre él pese a tener las ideas muy claras: "Predomina la sensación de que este régimen de terror no durará mucho pero nos enterrará a nosotros al derrumbarse. Nosotros, el acosado pueblo judío. En el fondo, siento más vergüenza que miedo, vergüenza por Alemania. Yo, realmente, siempre me he sentido alemán. Y siempre he pensado que el siglo XX y Europa central era otra cosa que el siglo XIV y Rumanía. Me equivocaba".

La casa del padre está expulsando al hijo y promueve sus actos con palabras propias de la casa del padre: "Sueltan discursos a diario. Una repugnante mezcla de los más descarados y más burdos embustes, de hipocresías, frases hueras, afirmaciones aburdas. Y siempre esas amenazas, ese tono triunfalista, esas promesas vanas". La casa del padre se convierte pues en la casa de la palabra tóxica. ¿Qué le queda al hijo? Su intento. Espoleado por su esposa, el filólogo Klemperer emprende una huida hacia adelante: construirá su casa contra todos. A la casa del padre opondrá su propia palabra hecha casa. Si puede. Porque podrían echarle de la universidad y, sin sueldo, ¿cómo levantaría la casa?

Con suerte. Tardan 18 meses en conseguir dinero de un amigo gracias, como dice Klemperer, al propio Hitler cuyas normas sobre la exportación de capitales judíos crea inmovilizados que sólo pueden tener algún rendimiento si se convierten en préstamos. Muy pronto la casa es una realidad a la que trasladan sus huesos ateridos por el miedo y los achaques. Todavía habrán de pasar lo peor -aunque salgan indemnes del genocidio-, pero ya lo están pasando mal. Lo importante es que Klemperer construye la casa del hijo contra a la casa del padre. Un sarcasmo: debe aceptar los cambios arquitectónicos que le impone el padre a fin de que su casa tenga tejado y frontón alemanes. La casa así alzada será, no obstante, un acto de resistencia. Un templo a la libertad. Tanto porque la construye contra el miedo -lo sensato hubiera sido escabullirse- como porque, refugiado tras sus paredes, Klemperer estudia y escribe, tareas prohibidas para los judíos.

El hijo rebelde desarrollará sus esfuerzos intelectuales en dos direcciones: un diario que registra todos los atropellos, asesinatos y barbaridades, y que por ello podría costarle la vida, y el análisis de la lengua del padre, convencido como se halla de que el nacionalsocialismo está edificando su casa del padre con una lengua propia que trata de forjar hombres nuevos, un idioma alemán que surge de algo tan irreconciliable como es la sangre y la tierra -la naturaleza de los antepasados, de las raíces- y el progreso industrial trascendidos en un imaginario heroico propio de Titanes. O, más bien, en un rodillo totalizador y aniquilador. Klemperer edificó su casa del hijo como algo que sabía débil y perecedero pero necesario. Una choza que, a la postre, duró más que la casa del padre de los mil años. ¿O era una nación?

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