_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Maruri como ejemplo

Cuando Jaime Larrinaga tiró finalmente la toalla este verano y abandonó su parroquia se oyó un coro de imprecaciones y acusaciones procedentes del mundo constitucionalista. Para este coro, los responsables de haberle expulsado eran los nacionalistas, el PNV, ETA, el Gobierno vasco, el lehendakari, e cosí via. Curiosamente, nadie mencionó al que patentemente era el agente expulsor: el pueblo de Maruri. Pues, en efecto, poca duda cabe de que fue la mayoría de los vecinos de ese municipio los que con su conducta, con el reproche y el vacío hacia su párroco le habían forzado a abandonar. Al párroco le echó el pueblo, esa es una evidencia clamorosa.

¡Cómo nos cuesta confesar esa realidad¡ ¡Qué duro se hace reconocer que es la mayoría de un pueblo, la mayoría del demos, la que ha tomado esta decisión y que, en ese sentido, es innegablemente democrática¡ Si fueran otras las circunstancias, si un pueblo se hubiera movilizado espontánea y participativamente para acabar con un abuso, expulsar a un cacique o exigir cuentas a sus gobernantes, entonces escucharíamos un alud de alabanzas a la capacidad del pueblo para actuar en democracia, y los teóricos del republicanismo y su ciudadanía participativa se extasiarían ante tan excelso ejemplo de cómo la comunidad puede tomar decididamente el destino en sus manos.

Pero, maldita contradicción, lo que en este caso ha hecho el pueblo tan participativamente nos repugna, hiere nuestra sensibilidad. Por ello preferimos ignorarle y endosar a otros agentes la autoría del desaguisado. Y todo porque, en definitiva, nos negamos a admitir que la democracia tiene sus límites y sus aporías, y una de ellas es la del demos que se equivoca y adopta decisiones injustas. Nuestra cultura occidental ha convertido al pueblo en un mito político (García Pelayo) y nuestro pensamiento no puede imaginar que en ocasiones pueda ser injusto, cruel e intolerante. Esa posibilidad ha devenido algo así como un pensamiento no pensable.

Y, sin embargo, esta aporía está ahí, presente en nuestro pasado cultural como hito imborrable: fue la democracia ateniense la que condenó a muerte a Sócrates por haber puesto en cuestión con sus enseñanzas la seguridad de la polis al criticar disolventemente las creencias en que se fundaba. Fue una decisión adoptada democráticamente y de acuerdo con las leyes de la ciudad, y por eso el mismo afectado la acató. Pero fue un ejemplo de intolerancia que puso de relieve los límites de la democracia, y que hizo que el nombre mismo de esta forma de gobierno se convirtiera en un término universalmente execrado durante los siguientes veinte siglos.

Si la democracia ha vuelto a ser posible en nuestros días es porque, esta vez, se han garantizado previamente una serie de valores en la práctica política: antes de la demoparticipación se ha asegurado la demoprotección, como lo expone Sartori. Y entre aquellos valores protectores hay uno esencial, tan difícil de fundamentar en la teoría como imprescindible en la práctica: la tolerancia. La tolerancia es la virtud democrática por excelencia, el nervio vital del ethos democrático. Tolerancia, precisamente, con quien piensa distinto, con quien defiende una visión del mundo que echa por tierra y agrede crítica y ácidamente la visión de la mayoría. La sociedad democrática liberal se funda, ante todo y sobre todo, en la idea de que la divergencia, el conflicto entre proyectos vitales diversos, es por sí mismo bueno. Porque ninguno de ellos, incluso el que comparten la mayoría de los ciudadanos, tiene mejor título al respeto que cualquier otro.

El pueblo de Maruri ha actuado democráticamente, pero ha sido profundamente iliberal por intolerante: ha expulsado de su seno a una voz, minoritaria y aislada sin duda, que criticaba la fraternidad homogénea reinante en el pueblo, que ponía en cuestión (con razón o sin ella, qué más da) una comunidad trabada y densa de sentimientos y moralidades compartidas, al señalar una de sus posibles aberraciones: la de que un demos llegue a comportarse como un etnos criminal.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

La intolerancia es el riesgo que amenaza siempre al nacionalismo, como a cualquier doctrina que defienda una convivencia fundada sobre lazos comunitarios. Porque esa sociedad nacionalista será inevitablemente una sociedad caliente, caldeada por el sentimiento de pertenencia común a una cultura y una historia. Y la tolerancia es una virtud fría, incapaz de suscitar entusiasmo alguno con su escepticismo descreído. En este sentido, lo sucedido en Maruri es un ejemplo, un mínimo pero ominoso ejemplo de lo que podría llegar a ser una democracia nacionalista. Pues en ella quien critica la cosmovisión de la mayoría está criticando los cimientos mismos de la comunidad y, precisamente por ello, debe ser excluido de la esfera pública, debe ser reducido al mundo particular y privado de la voz. Debe ser llevado, sin mayores dramas, al ostracismo, una institución que también inventó Grecia. La sociedad debe ser salvada de tales discrepancias hirientes.

La inquietud que provoca este ejemplo suscita una pregunta desasosegante: que no es la de si una comunidad concreta posee o no el derecho a su soberanía, que es lo que discutimos sin cesar, sino para qué en concreto la reclaman algunos. Qué sociedad organizarán si como mayoría disponen del poder de hacerlo. Porque podría ser como un Maruri en grande.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_