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Columna
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Olvido

"QUEDA UN placer: ardemos / en palabras incomprensibles". Para arribar a este residual desahogo hedonista, no sólo hace falta haber apurado la copa de la vida, sino refrendar, en su límite postrero, la vocación poética como el único sacramento que la valida, la extremaunción de la soledad. Extraigo el par de versos del comienzo del escalofriante libro Arden las pérdidas (Tusquets), el último publicado por Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931). No recuerdo cuándo sentí un estremecimiento semejante al leer unos poemas tan hondos y esenciales, como los que se suceden en este libro, pleno de fuego y melancolía, donde todo arde en el gran incendio de la memoria, dejando un frío rastro de cenizas, hasta ayer mismo fulgentes pavesas de ilusiones. No hay en él un ápice de desesperación, sino celebración de la soledad, sabiduría, como sólo cabe mediante el maravilloso don de las palabras incomprensibles.

Pero, ¿qué extraña celebración es ésa, la de la poesía, el arte, hoy más asediados que nunca? ¿Celebración de lo irracional, de lo inútil, de lo arbitrario? Ciertamente todas estas notas son inseparables de quien busca a tientas, en el íntimo pozo interior de la conciencia subjetiva, lo nunca dicho, porque, sólo en parte y a duras penas, es expresable. Hay que hablar de ello, pero con la voluntad de preservar el misterio, agrandando la distancia que separa el signo, la palabra, de su plano significado convencional, establecido. Hay que devolver a cada término la pureza original que poseyó como invocación y como pregunta. Hay que rescatarlo de su trivial manipulación funcional, de su impuesta rigidez como simple mandato que apaga la vida antes de que ésta desate su bello y pavoroso incendio, el que ilumina las oscuras y secretas sendas de la existencia en su precipitada carrera hacia la muerte, ese fértil abrevadero de la memoria.

Me enamoré de la poesía de Gamoneda al leer unos versos, ya antiguos, en los que evocaba las acariciadoras manos de su madre al despertarle en las frías madrugadas de invierno; pero, con Arden las pérdidas, nos habla desde el más allá del arte, desde esa extrema tensión que ensancha y ahonda la realidad que los signos abarcan, forzando al máximo su elasticidad, aunque haya que romper las costuras y sangren caudalosamente los significados como heridas frescas, vivificantes. Tal es, a mi entender, la misión del arte: aportar, siquiera, una pequeña llama al reino de las sombras para que no todo quede dominado por la seca claridad incombustible de lo consabido, lo unívoco, lo uniforme. La conquista de lo incomprensible deviene de esta manera la más prodigiosa hazaña.

"Cierto, la verdad es un armario lleno de sombra...", deja caer Gamoneda, que se pregunta, ante el manantial de su música interior, "¿qué significa finalmente / ese placer sin esperanza?". He aquí el testamento -el testimonio- de su agonía y serenidad: "Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya / la única sabiduría es el olvido". La poesía, lección de tinieblas.

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