¿Olvidar Euskadi?
El Gobierno vasco denunciará la Ley de Partidos ante Estrasburgo. El Gobierno vasco subvenciona a los familiares de presos etarras. El Gobierno vasco consiente manifestaciones batasunas más o menos camufladas. Etcétera, etcétera. Y aunque cada una de esas decisiones pueda tener su propio argumentario, y hasta puede que aisladamente consideradas haya quien les encuentre algún punto de razón, es evidente la impresión general que se desprende de ellas. Y añadamos, el Gobierno vasco desmantela el comando Vizcaya de ETA. ¿Una de cal y otra de arena? En absoluto, sino total coherencia con la línea de actuación política que trazó el lehendakari en su discurso de investidura de hace un par de años. Las recientes palabras de Balza, considerando a ETA como un problema meramente policial y reservando el diálogo para el mundo batasuno, no fueron una ocurrencia. La corrección posterior de esas palabras por parte de los señores Arzalluz y Egibar no prueba que fueran erradas o un simple desliz al margen de la línea oficial del partido, sino que lo que prueba es más bien que esos dos señores pueden estar más out de lo que parece. La confusión en la jerarquía de las voces puede ser muy eficaz para el revuelo mediático, pero no lo es tanto para el análisis y mucho menos para la acción política.
El proyecto de Ibarretxe, cuya culminación sería el famoso plan, es un proyecto coherente y muy pensado, aunque a veces pueda dar la impresión de que avanza a tientas. No es un proyecto para la pacificación, ni lo es tampoco para la totalidad de la ciudadanía vasca, sino que es un proyecto nacionalista, aunque pretenda ganarse para su causa a una mayoría social que no tenga por qué serlo. No es un proyecto para la pacificación, porque requiere la pacificación como un previo necesario para su propia eficacia, si bien es cierto que pretende actuar como un señuelo para aislar a ETA de sus bases sociales. De ahí que las palabras de Balza no fueran una ocurrencia, ya que en la estrategia de Ibarretxe ETA pasa a ser considerada un mero problema policial marginado de la escena política.
Tampoco es un proyecto para el conjunto de la ciudadanía vasca, sino un proyecto que marca el horizonte nacionalista posbélico. El nacionalismo institucional no ha hecho suyos los objetivos de ETA, como vulgarmente se dice. O al menos no los ha hecho como cesión, sino que en todo caso se aprovecha de ellos para un proyecto propio que diseña un escenario de poder para los nuevos cuadros y elites surgidos al amparo del nacionalismo gubernamental. El Estado vasco asociado quiere ser en realidad un pleno Estado sin las consecuencias negativas que pudieran derivarse: un feliz batzoki para el futuro. El resto es retórica, horrenda, pero retórica.
Es cierto que el proyecto no surge de la nada. El pacto de Lizarra fue un banco de pruebas del que el nacionalismo institucional pudo extraer sus lecciones. En realidad, fortalecía a quienes quería debilitar y atraerse, y ponía en riesgo su hegemonía en el mundo nacionalista. Nunca la izquierda abertzale fue tan fuerte, nunca antes tuvo ETA la capacidad para dirigir el proceso político como lo tuvo entonces. Nunca antes, tampoco, el nacionalismo democrático estuvo tan contra las cuerdas y a punto de perder el poder. Pero todo ese panorama sufrió un imprevisto vuelco copernicano en las últimas autonómicas -y los partidos no nacionalistas tendrán que reflexionar si su estrategia no contribuyó a ello- y sobre ese milagro construyó Ibarretxe su proyecto.
Supo que el mundo de la izquierda abertzale no era un compartimento estanco y que podía ganarse su voto. Para ello tenía que convertirse en un referente de vanguardia, cuya eficacia dependería de tener un proyecto atractivo -radical, pero, insisto, propio- y de la debilidad del otro polo de referencia, es decir, de ETA. Desaparecida ésta, dispondría de la mayoría social necesaria para sacar adelante la Euskadi nacionalista del futuro. Es presumible que sueñe además con un poder de irradiación de su proyecto feliz hacia sectores no nacionalistas de la ciudadanía -aunque no llegue a contar con el apoyo de los partidos no nacionalistas-. Pero los sueños sueños son, y la realidad propicia que requiere Ibarretxe para hacer efectivo su plan dista de estar a su alcance. De ahí sus últimas dilaciones. ¿Dimitirá, como le correspondería, en caso de que fracase su proyecto, o sacará otro de la chistera hasta obligarnos a olvidarnos de Euskadi para poder vivir?
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