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Columna
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La verdadera A. D. M.

El presidente Bush ha estado perdiendo el tiempo buscando Armas de Destrucción Masiva (ADM) en Irak, cuando las tenía a la vuelta de la esquina en Flushing Meadow, a nombre de un tal Andy Roddick.

El jugador norteamericano puso a punto, el domingo por la noche en la final del U. S. Open de tenis, nada menos que un misil tierra-tierra de dimensiones galácticas; enfrente tenía a un notable deportista de Onteniente, que sólo podía oponerle, sin embargo, un lanzagranadas de fabricación española, que mucho hizo con mantener la fe en que acabara por encasquillársele el obús de destrucción masiva a su rival.

Andy Roddick es un tenista muy apreciable, que lo hace todo bastante bien, con una gama muy decente de golpes, una excelente preparación física, y una convicción de ser que la victoria en varias guerras mundiales ha solidificado en la antropología anglosajona, pero que está, todo ello, al alcance de bastantes de sus pares. Una vez puesta la pelota en juego, Ferrero hace, seguramente, algo más que resistirle la comparación. Lo que lo cambia todo, sin embargo, es ese hiper-misil de destrucción masiva.

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No se trata de minimizar el éxito del cañonero de Nebraska, como se ha hecho con chauvinismo hortera ante la reciente victoria del calcio italiano sobre el Real Madrid. Si el fútbol admite, con la recompensa de una mayor eficacia, que se juege amarrando detrás y en el centro del campo, igualmente el tenis no es ni de más ni de menos calidad, sino, simplemente, más efectivo, cuando destruye masivamente a zapatazos la moral del adversario, cada vez que se pone la bola en movimiento.

Si Andy Roddick ha aprendido a disparar a cybervelocidad, variando los ángulos a placer, y creando casi tantas dificultades con el segundo saque como con el primero, a los demás lo que les toca es desarrollar una contra-arma como son los aparatos embrolladores que desvían los misiles enemigos, hasta conseguir enviarlos fuera de la pista, o un misil anti-misil de prestaciones superiores. Y tampoco vale decir que así el juego no es tan bonito como en tierra, porque tampoco los cuadros de Goya lo son y no, por ello, resultan menos impresionantes.

No. Lo terrible del Arma de Destrucción Masiva made in Roddick es que va más allá de sí misma; que, con la magia de los grandes campeones, el norteamericano proyecta sus efectos más allá de los games de saque propio, en los que debe naturalmente desplegarse. Si el saque del rival es tremebundo, el de casa siempre podría decir que ya se verá qué pasa cuando el que saca tenga que jugar al resto. Pero la realidad es muy diferente. El misil del norteamericano juega con el saque y también con el resto, porque al adversario -y eso es lo que le pasó a Ferrero- se le encoge el brazo al pensar, cuando aletea vanamente en al aire la raqueta tratando de oler bola, que nunca logrará romper el saque del contrario; que su única esperanza, como en el tenaz y abnegado segundo set de la final, es llegar como sea a la muerte súbita, y allí que Nuestra Señora de las Victorias reparta suerte.

Esa sensación, que es como una toxina que destruye inexorablemente el organismo del contrario, hace que el otro pierda la concentración, que se abandone a los efectos deletéreos de la caña, y que ponga la cara de Felipe II cuando juró que no había mandado a la Invencible a luchar contra los elementos. A la que aparece en su rostro ese rictus inconfundible de resignación, rabia y reconcomio, es que el final anda cerca.

No es seguro que el Arma de Destrucción Masiva Roddick sea una realidad consumada e invariable. Cabe aventurar que nadie, ni siquiera el ángel exterminador norteamericano, es capaz de sostener una ejecutoria de esa turgencia más allá de algún gran momento de fortuna, porque si no, los Grand Slam se podrían adjudicar en vez de jugarlos. Y, además, este ADM no hay quien la prohíba.

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