Reportero en Bagdad
No encontrarás una respuesta concisa. Porque te impresionaron tantas cosas y tan distintas que será difícil quedarse con una. Te impresionó, por ejemplo, el primer entierro de civiles, pero no por los muertos, sino por las mujeres que viste llorando en los balcones al paso de los ataúdes. Te impresionó el estruendo de las bombas cuando llegaban entre el retumbar de los truenos y el ulular del viento que doblaba las palmeras y te metía en los dientes y en los oídos la arena del desierto. Te impresionó el amasijo de chatarras, cuadernos, zapatos y sangre en que quedaba convertido cualquier hogar cuando una bomba penetraba en su interior. Casi siempre asomaba entre los cascotes alguna hoja con los deberes de la escuela, una camisa en alguna silla, el potaje en el suelo, objetos que hablaban con delicadeza de las vidas truncadas.
Reportero en Bagdad
Francisco Peregil
Planeta
-Ahora vienen los americanos a atacarnos a casa. Pero cuando este niño crezca irá a América y los atacará a ellos -te advirtió un muchacho en el barrio humilde de Academia, mientras cogía en sus brazos a un chiquillo de cuatro años para mostrártelo.
Te impresionó caminar por una ciudad que parecía sujeta a la voluntad de un loco enamorado de sí mismo, con estatuas, cuadros, fotografías de Sadam Husein por todas partes. Te impresionó la soledad del poder, aquel museo tan vacío dedicado a la vida de Sadam Husein, un museo en el que ni el guía acertaba a encontrar la llave cada vez que quería abrir alguno de los siete salones. Y te sobrecogió la soledad del palacio en que Tarek Aziz os recibió (...)
Te impresionó la manera tan burda en que la televisión manipulaba, la forma en que pretendía engañar al pueblo hasta el último momento. Durante la guerra, en los días en que no podías dar un paso a solas ni siquiera para comprar en la tienda de la esquina sin antes pedir permiso, conseguiste que alguien se sentara contigo ante la tele y te contara lo que veían más de 18 millones de iraquíes. Como no te dejaban ir a la montaña, trajiste la montaña a tu habitación. (...)
Te impresionó que en mitad de la guerra hubiese bullicio alegre en los barrios más humildes y que la gente no dejara de casarse. (...)
Te impresionó, el día en que cayó Bagdad, aquella gente que abría sus pequeñas tiendas en medio de una ciudad desolada, sacaba una o dos sillas a la puerta y se quedaba a conversar con unos amigos, viendo pasar la historia delante de ellos. Te impresionó también que nada más entrar los americanos hubiese gente dispuesta, después de más de treinta años bajo la bota de Husein, a estrenar la libertad ante los periodistas y hablar en contra de Sadam y de los americanos al mismo tiempo. Te conmovió muchísimo ver un país tomado por otro, con todo lo que ello implica: los soldados vencedores tendidos en la hierba de las mismas plazuelas donde los milicianos vencidos, que ahora habrían guardado probablemente a buen recaudo sus trajes verdes en casa, jugaron al fútbol de pequeños o conocieron a sus novias. Te impresionó eso y llegaste a imaginar a tu país tomado por gente de costumbres distintas.
Y, por supuesto, te marcó para siempre el niño Alí. La guerra empieza, te sumerges en el trabajo y de pronto vas al hospital Kindy, una vez más con los brigadistas españoles, y allí descubres el horror de la guerra. Ya habíais visto casi de todo. Pero allí estaba la que iba a ser la imagen de la guerra. Y tú que no eres fotógrafo, ante una de las imágenes más horribles que hayas visto en tu vida, levantaste la cámara digital y le hiciste la foto. Claro que te acuerdas. (...)
Tomás Alcoverro, de La Vanguardia, te preguntó después:
-¿Y todo esto para qué?
-¿Cómo?
-Sí. Que todo esto, ¿para qué?
-No te entiendo.
Tomás Alcoverro quería decir que la pena y el dolor que la gente sentiría al ver la imagen de ese niño no serviría de nada. Como de nada habían servido las películas, los libros, las esculturas, los reportajes de guerra que han sobrecogido a tanta gente en tantos sitios hasta llegar a esta guerra. ¿Para qué?
Volvisteis otro día para ver cómo estaba Alí. Alberto Sotillo, del Abc, María Antonia Sánchez-Vallejo, de El Semanal, Tomás Alcoverro y tú. Entrasteis en aquella habitación donde sólo lo acompañaban un enfermero y su tía. El niño comenzó a llorar. Y lloraba sin lágrimas, mirando a los periodistas, alzando los muñones de los brazos, arqueando la espalda y levantado el pecho quemado. Por un momento pensaste que le habían dicho a Alí que, cuando llegase un extranjero, llorara. Alí no necesitaba ni parpadear para que su tragedia conmoviera a cualquier persona. Pero ya habías visto a demasiados chiquillos repitiendo la misma cantinela que recitaban sus adultos: "Por Sadam daremos el cuerpo y el alma". Al primer niño herido que visteis en un hospital le preguntasteis cómo se sentía y respondió: "Bien. Por Sadam daremos el cuerpo y el alma".
Aunque le preguntaras a alguien cuáles son los afluentes del Tigris terminaría contestando que por Sadam daría el cuerpo y el alma. ¿Cómo te ibas a extrañar de que intentasen manipular al herido que más conmoción había causado hasta entonces?
En cualquier caso, como era una impresión muy leve y sin más fundamento que el de tu pecaminoso instinto, no llegaste a insinuar siquiera el asunto en el periódico. (...)
Comprobaste que era verdad aquello de que al chiquillo no se le escapaba una. Porque a Tomás se le ocurrió que deberíais darle algo a la tía sin que os viese nadie y, cuando le disteis los cien dólares en una esquina de la habitación y ella no quiso aceptarlos en un primer momento, Alí no perdió ni un solo detalle.
Pero era cierto eso de que había muchos Alí en Irak. Tal vez la prensa de todo el mundo no se habría hecho eco de la desgracia de Alí si no llega a ser por los brigadistas españoles. Cuando los heridos civiles dejaron de acaparar el interés de la mayoría de la prensa, los brigadistas continuaban interesándose por ellos, tomando nota de ataques, heridos y muertos. A través de sus visitas sobre el terreno, entre los días 20 de marzo y 5 de abril llegaron a documentar 42 ataques contra la población civil.
Los heridos civiles
A veces te desesperaba seguirlos por los hospitales. Ya habías escrito varios días sobre heridos civiles. No podías llamar al periódico cada mañana y cuando te preguntasen: "¿Qué tienes?", decirles: "Más historias de heridos civiles".
Necesitabas ofrecer algo nuevo. Pero, por otra parte, tú mismo reconocías: ¿Y es que no es esto lo verdaderamente importante? Claro que lo era. Mucho más que las mentiras del Pentágono o las del ministro de Información iraquí, más que las estrategias de los marines o de la Guardia Republicana, más que el alcance de los cañonazos de un helicóptero Apache o un avión mega-extra-súper-ultrasónico. El cogollo, la clave, el sentido y el sinsentido de la guerra había que buscarlo en los ojos de la gente.
Y, además, las historias de las víctimas te llenaban más por dentro que cualquier otra cosa. Y si no, acuérdate de aquel chiquillo que yacía en su cama junto al padre y junto al tío y no había carantoña que lo sacara de su dolor. Le prestaste la cámara digital y el niño enfocaba al padre, enfocaba al tío y por un momento su sonrisa te cambió el día. El problema era que no había manera de hablar francamente con los heridos. Por eso te impresionó también el otro Sadam Husein. Te deprimió comprobar que el muchacho no era dueño ni de su desgracia. (...)
Qué pena te dio ver que el fantoche aquel del partido único se regodeaba en su verborrea mientras Sadam Husein, el mecánico sin brazo, se iba diluyendo en la nada. Te impresionó también la gente de aquel hospital de Sadam City, la zona más marginal de Bagdad. Hablaban en voz alta, miraban con recelo a la prensa, le decían a vuestro guía que allí iban muchos periodistas, pero no arreglaban nada. Sacaste un billete de 20 dólares, que allí era más de lo que mucha gente ganaba en dos semanas, y te dijeron: "No necesitamos dinero, sino medicamentos, atención médica. Difúndalo bien, por favor".
Lo intentaste con otros enfermos y te replicaron lo mismo. Pero lo que más te impresionó no fue la dignidad de tanta gente en sus peores momentos, ni el otro Sadam Husein, ni siquiera el niño Alí con sus brazos amputados y el pecho y la barriguita quemados.
Si eres sincero contigo mismo, tendrás que reconocer que lo que más te conmovió fue cuando viste a aquel hombre de unos treinta años en su cama, con la pierna amputada. Ya está, sin más. Pero ¿cómo le explicarás a la gente que lo que más te impresionó de todo lo que viste fue un tipo con la pierna amputada en una cama, un hombre del que ni siquiera llegaste a escribir nada? Tendrás que callarte. Y no contar que el médico levantó las sábanas y por un momento se le vieron los genitales. Que el hombre intentó cubrirse. Y que aún no sabes por qué te dio tanta pena aquel tipo. (...)
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