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Reportaje:

El Partido de Alí y el Gran Satán

ALCANZAR DE UN DISPARO en la cabeza al gemelo digital de Ariel Sharon es recompensado con 10 puntos en Special Force, el videojuego sacado al mercado el pasado febrero por Hezbolá, tras dos años de trabajos de su departamento informático. Mientras el jugador, asumiendo el papel de un miliciano de esa organización chií libanesa, va ganando puntos al eliminar soldados, tanques y helicópteros israelíes, los mensajes del videojuego le recuerdan: "La victoria sólo proviene de Alá". Special Force, que puede ser jugado en árabe, inglés, francés y persa y ya es muy popular entre los adolescentes árabes, tiene, según Bilal Zein, uno de sus diseñadores, este objetivo preciso: "No queremos que se desvanezca el concepto de resistencia a la ocupación extranjera".

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"No se puede resistir con poemas", ha declarado a Al Yazira el jeque Hassan Nasralah, líder de Hezbolá, aludiendo tanto a la actual situación en Irak como a la experiencia de su organización. Incluido en la lista estadounidense de grupos terroristas y combatida a diario por Israel, Hezbolá, que cuenta con unos 3.000 milicianos permanentes y unos 12.000 irregulares, se ha ganado en Oriente Próximo el respeto que esta región más que ninguna otra otorga al vencedor. Tras años de combatir con toda suerte de medios, desde la guerrilla clásica al atentado kamikaze, Hezbolá (el Partido de Dios en árabe) logró en el año 2000 la retirada israelí del sur de Líbano.

Mayoritarios en Líbano, Irán, Irak y Azerbaiyán, los chiíes constituyen también importantes minorías en Afganistán, Pakistán, Arabia Saudí y Kuwait. Son los descendientes de aquellos musulmanes que, en el siglo VII de la era cristiana, tomaron el partido de Alí, primo y yerno del profeta Mahoma, y de sus hijos, frente a la familia Omeya, que terminaría triunfando y haciéndose con el califato. Se calcula que hoy son unos 150 millones en todo el planeta; pocos comparados con los 950 millones de suníes o herederos de la tendencia ganadora en aquella primigenia guerra civil de sucesión en el mundo islámico.

De diferentes componentes étnicos, nacionales y culturales, los chiíes están unidos por lo más parecido a una iglesia -la de los ayatolás- que existe en el islam. Y sus principales lugares sagrados, Nayaf y Kerbala, están situados, precisamente, en Irak. Siempre aplastada por sus correligionarios suníes, siempre atormentada por el duelo y la cólera, esta rama del islam ha desarrollado grandes capacidades de resistencia al calor de sus mezquitas y escuelas teológicas. Los chiíes pueden ser pacientes y sumisos en situaciones de debilidad de fuerzas, e incluso pueden brillar en el arte de la taquía o disimulo, pero también son luchadores encarnizados cuando la opresión que sufren es demasiado brutal, o cuando vislumbran la posibilidad de materializar su sueño milenarista de un mundo justo y regentado por teólogos de gran sabiduría.

En nuestro tiempo, el más que milenario "partido de Alí" ha levantado cabeza, animado por dos grandes victorias: la de la revolución islámica de Jomeini en Irán, en 1979, y la de su más importante criatura árabe, el Hezbolá libanés, frente a Israel, en 2000. Aunque haya sido debido a Estados Unidos, el derrocamiento de Sadam Husein también ha sido incorporado al salón de trofeos chiíes contemporáneos. El resurgir político de los chiíes de Irak ha animado a los de Arabia Saudí a solicitar la plena igualdad de derechos con sus correligionarios suníes. El pasado abril, una delegación chií presentó una carta reivindicativa al príncipe Abdulá, heredero de la corona saudí y líder en funciones del país, al que se atribuyen intenciones reformistas.

Asociados universalmente con sus clérigos barbudos y enturbantados, sus mujeres enlutadas por el chador, sus procesiones de flagelantes durante la fiesta sagrada de la Achura y su visión teocrática de la política y, en general, toda la vida individual y social, los chiíes cuentan con un liderazgo religioso muy preparado. Los ayatolás, que llegan a esa posición tras largos años de estudios en escuelas teológicas, conocen tan bien el islam como Occidente. Muchos de sus interlocutores occidentales se sorprenden al verles tan al corriente de las novedades políticas, económicas, científicas y hasta cinematográficas de EE UU y Europa. Y desde los tiempos de Jomeini, que usó magistralmente la propaganda a través de las casetes de audio, hasta ahora, en que Hezbolá maneja con soltura la informática e Internet, los ayatolás siempre han considerado que la tecnología de punta es compatible con su fe.

Pero sobre todo los ayatolás son capaces de recomponer con rapidez y eficacia el tejido social cuando el Estado se derrumba. Lo que ocurre ahora en Irak -la emergencia del clero chií como única autoridad viable- tiene semejanzas con lo que ocurrió en Irán tras la revolución jomeinista y en Líbano tras la invasión israelí de 1982. Hezbolá comenzó como un grupo fácilmente calificable como terrorista, se convirtió luego en un movimiento de liberación nacional y ahora es, además, un partido con representantes en el Parlamento libanés. Una de las razones de su éxito es que, durante todo ese tiempo, también ha sido también una potente organización humanitaria, con escuelas, ambulatorios y pensiones para los chiíes pobres, o sea, la gran mayoría. Hezbolá hasta cuenta con una cadena de televisión y una emisora de radio muy seguidas en todo el mundo árabe y musulmán, y no solo por chiíes.

En octubre de 2002, el Ejército israelí informó de la detención de uno de sus tenientes coroneles por haber facilitado secretos a Hezbolá, a cambio de dinero y drogas. Fue otra muestra de la potencia de esta organización, que en mayo de este año congregó a decenas de miles de chiíes en Beirut para arrojar pétalos de rosa sobre Mohamed Jatamí, el presidente de Irán. Y es que, aunque en momentos de extremas rivalidades internas, como la guerra entre Irán e Irak de los ochenta, los chiíes pueden poner en primer plano sus identidades nacionales; un profundo sentimiento de solidaridad comunitaria les une a todos.

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