La isla de las perlas negras
Háganse con un gran globo terráqueo e inviten a Chicho a marcar las sendas que han guiado sus pasos. Pidan café abundante, invítenle a un Montecristo y ábranse de orejas. El padre del Un, dos, tres, cuya vuelta a la pantalla prepara para final de año, relata sus aventuras trepidantes. Con parada obligada en cierto atolón del Pacífico.
Situemos las coordenadas del viaje: rumbo a la Polinesia Francesa. Archipiélago Tuamotu.
Decía Robert Louis Stevenson que hay tres cosas que un hombre no olvida: el primer amor, el primer dinero que uno gana y la primera vez que ve una isla de los mares del Sur. El ritornelo que tengo en la cabeza es un atolón de allá que se llama Manihi, donde viví cuatro meses.
¿Fue algo más que un turista?
Sí, y eso que cuando llegué me dije: aquí no voy a poder estar más de cuatro días, pero no fue así. Me llamaban tusitala, algo así como "el que cuenta historias". ¿Sabe que volví años después y aún me recordaban?
¿Cómo encontró la isla?
Iba por las islas del Pacífico sur buscando la más bonita. Me hablaron de Manihi, conocida porque allí se cultivan las perlas negras auténticas, de un color gris único. Pero lo más curioso es que se aplica el comunismo perfecto.
¿Organizado o espontáneo?
No sé. Ellos eligen al jefe y él es quien negocia con los barcos que llegan el precio de la copra que cogen de los cocos, su medio de subsistencia, junto con las perlas. Ese mismo jefe se encarga de hacer la compra para todos los habitantes de la isla. Hay una cabaña con unas neveras fantásticas donde se guarda todo, como en un almacén de ultramarinos. Tú llegas, coges una lata y lo apuntas.
¿Quién administra el dinero que ganan?
Lo que se obtiene de la copra y de las perlas negras se divide en dos partes. Una se reparte entre todos los habitantes de la isla y con la otra se compran de nuevo los productos necesarios.
Todo perfecto, si es que no existe la avaricia.
No existía, al menos. Un detalle: la segunda noche que pasé allí, y como veían que yo leía hasta muy tarde, me entregaron las llaves del generador de luz para que apagara el pueblo cuando terminara el libro. A la tercera noche quitaron un gallo que estaba en un corral cerca de donde yo dormía, para que no me despertara temprano.
¡Qué muestra de sensibilidad!
Pero hay más. La bella salvaje de Gauguin que te sonríe con la tiara de flores en la oreja y el pareo existe allí y es doctora por la Sorbona.
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