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Columna
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Políticos y escritores

Escribía guiones, novelas y relatos en los que se podía apreciar, bien aprendida, la famosa teoría del iceberg de Hemingway. Historias con un rastro de virutas de taller literario, de pundonor estético admirable, de voluntad de ser algo más que un amable diletante. Todavía tuvo tiempo de entregarnos un tomo de memorias, con el autorretrato (bastante parecido y con no demasiado maquillaje) de su vida política (es decir, de su vida) contada honestamente, con sus filias y fobias, sus aciertos y errores. Entre la vida y los libros, la política se llevó un buen bocado, el gran bocado, de sus 55 años de existencia bregada y bravía.

Escritor y político; una combinación extraña, una rareza, una indeseable referencia en las ejecutivas de nuestros democráticos partidos. Lo peor que le puede pasar a un político es que alguien le denuncie como intelectual. Alguien que escribe y piensa no nos puede llevar a buen puerto. Un tipo que publica libros es, en la mentalidad de la fratría política, mucho menos recomendable que uno que se dedica a vender adosados en la Costa del Sol. Con la muerte de Mario Onaindía a uno le da la sensación de asistir al final de una estirpe.

El del intelectual metido en la política viene a ser un fenómeno de las postrimerías del siglo XVIII, cuando los pensadores laicos ocupan el lugar del sacerdote, el augur o el escriba. No era el intelectual un intérprete de los dioses sino un observador que meditaba, se mesaba las barbas y hacía su diagnóstico desde alguna poltrona comarcal, un calabozo o una terraza de Lanzarote. Salvando las distancias y los siglos, tras las espaldas anchas de Onaindía se agazapaban Rousseau y Marx, Ibsen y Russell, o Primo Levi y Vassili Grossman.

El partido, ha dicho con acierto Teo Uriarte, le quedaba pequeño a Onaindía. Los partidos son hoy desiertos culturales. Semprún publica su última novela y habla en este periódico de la crisis de la democracia. Claro que los intelectuales o su ausencia no son los responsables del descrédito del parlamentarismo, pero no me imagino a Zapatero discutiendo con Carlos Barral o a Federico Trillo debatiendo con Alberto Oliart o a Alvarez Cascos manteniendo una conversación con Senillosa el cínico.

El único intelectual asimilable es el intelectual de pega. Uno que escribía prólogos (avalados por Oreste Macrí) a las obras completas de Antonio Machado fue vicepresidente del Gobierno de España, y otro que sentó cátedra en la universidad jesuítica lleva ajerciendo de guía espiritual del pueblo vasco casi un cuarto de siglo. Azaña, en cambio, acabó como todos sabemos.

Cuentan que Luis XIV solía ofrecer caballos a Racine y Boileau para que le siguieran en sus correrías, y que los dos poetas eran descabalgados una y otra vez hasta que concluían por volverse a París, humillados y rotos. Otro francés, Drieu de la Rochelle, decía que un escritor que hace política puede volverse un mal escritor, pero no un buen político. Y lo mismo al revés. El caso es que la raza se termina: Drieu, Malraux, Semprún, Martín-Santos o Marío Onaindía. Vienen tiempos, me temo, de silencio.

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