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La piña

El Partido Popular y sus gobiernos blasonan de su indestructible unidad a todas horas del día y de la noche. Forman una piña y, al parecer, ese es un majestuoso logro. No ocurre así en otras democracias, luego, dando un maravilloso salto sin red, les hemos ganado en solera a todas. En Estados Unidos, por ejemplo, véase qué pasa: un republicano vota demócrata y un demócrata republicano, sin que nadie se rasgue por eso las vestiduras. En más de una ocasión, a un presidente le han producido más jaqueca los senadores y congresistas de su propio partido que los del partido de enfrente. Otro ejemplo notorio lo tenemos más cerca, en Gran Bretaña: a Anthony Blair le dimiten en sus barbas ministros y diputados. Harían bien esos políticos en darse una vuelta por aquí, olvidando por un rato su orgullo y reconociendo que nunca es tarde para aprender. ¿Cómo es posible que un senador vote contra una propuesta de reducción de impuestos y su colega de partido quiera aumentarlos?

Júntense dos amigos o conocidos, sean votantes del mismo partido y compartan paraguas ideológico. No por eso existirá entre ellos un acuerdo total sobre las disposiciones del gobierno, puesto que sea el suyo. Júntense unos cuantos de la misma cuerda para una cena y pueden volar los platos. Aunque también puede que la sagrada consigna (la unidad), suscite recelos, cierre bocas o las abra mucho y avive el instinto de espionaje. Nos referimos, por supuesto, a una cena de políticos de alto, mediano o bajo calibre. Pero a la hora de la verdad las voces están más concertadas que una sinfonía de Haydn. Son clones gemelos univitelinos, uno se corta un dedo y al otro se le abre la misma herida. Claro que en todo falso milagro se tensa demasiado el hilo conductor y de ahí al allanamiento del edificio media un paso más o menos largo, pero infalible.

En política, las discrepancias en el seno de un partido y de un gobierno son deseables y refrescantes porque reflejan la realidad social. Naturalmente, siempre que no se rebase el marco ideológico de ese partido y de ese gobierno. Las discrepancias habidas años pasados entre los socialistas españoles, muy notorias en el caso valenciano, sólo podían conducir a una hecatombe de las que, por desgracia, perduran en la memoria colectiva. Echóse a rodar la ideología y la cosa acabó en campo de Agramante, pero por la poltrona. Aznar escarmentó en cabeza ajena: su partido y su gobierno serían un eco, una piña que, trascendiendo la organización matriz, impregnaría de su espíritu hasta el último rincón de España. Pero ni Piqué se lo cree y tendrá que hacer mangas y capirotes para sacar adelante la campaña en Cataluña. En suma, el acuerdo entusiasta y unánime inducido en muy gran parte por el desacuerdo del contrario, será dinamitado un día desde dentro debido a su inverosimilitud. Mata la disensión extrema por desilusión y enojo; mata el consenso extremo por artificioso y aburrido. A la larga siempre es uno su peor enemigo. Voces autorizadas surgen y dicen que al capitalismo lo matarán (en realidad lo están haciendo) los propios capitalistas.

Si nosotros estamos tan unidos y los otros tan desunidos, la conclusión se sigue como el asco sigue al coito. (Afirmación que retiro de inmediato por falsa en buena parte y por anticuada en parte completa). La táctica es muy sencilla: nosotros, paradigma de la unión, debemos gobernar porque la alternativa es una pandilla de individuos que cada uno va por su lado, sin que se vislumbre una sola idea. Ni idea territorial, ni económica, ni social, ni sobre nada. Pues tantas opiniones distintas no hacen una idea. Esta tropa daría fin y remate a la unidad de España; breve vida porque ¿hubo España antes del PP? Del discurso de este partido se desprende que no. Duele esta sonata; y dolería aunque las televisiones públicas no estuvieran tan al servicio del gobierno y el pueblo tan narcotizado. Pues aunque uno ya no está en edad de hacerse ilusiones, no por eso se libra, mal que les pese, de una inercia visceral, un cierto deseo de ser ciudadano de un país donde la democracia se respete a sí misma, donde ni siquiera la autocensura tuviera que ser un ejercicio más o menos de autodisciplina, sino que surgiera espontáneamente del corazón. Decir, como hemos oído, que el PSOE dejó una herencia económica caótica y que en unos años el nuevo gobierno nos ha situado a la cabeza de Europa, es una clase de falsedad que más que por ser falsa duele por su ausencia de elegancia y caballerosidad. Es la suerte de discurso que deprimía a Ortega y en ese punto no podemos sino estar de acuerdo con el grande y aristocrático elitista. En "logros económicos creemos sinceramente haber mejorado la etapa del PSOE". Si nos hablaran así, pensaríamos que hay esperanzas. "La reforma laboral del PSOE fue un desvarío tan mal encaminado como nuestro decretazo". Incluso eso sería aceptable, por cuanto una reforma en Europa, si es en profundidad, siempre está llena de obstáculos y cualquier gobierno puede darse de narices contra tal muralla.

No vale todo en la contienda política como no vale todo en el amor por más que se haya afirmado tanto lo contrario. (Un tipo que se presenta ante una mujer con un rostro que no es el suyo, es algo peor que un farsante, es un estafador y a menudo con resultados funestos). El PSOE metió a España en Europa y la puso en el grupo de los países desarrollados. Esto puede decirse sin mengua y uno quisiera creer que incluso con ventaja. Pocos adictos al PP dejarían de votarle por eso y muchos simpatizantes del PSOE podrían acabar votando a Rajoy. Como fuere, el ninguneo y el ataque frontal al otro, poniendo y omitiendo, deformando es... vulgar. Si no recuerdo mal, cuando Zaplana desplazó a Lerma tuvo palabras de elogio para el perdedor. Sin comentarios. Pero "no me podréis quitar / el dolorido sentir". No es un texto de Azorín sino una cita de Azorín. Quien con tiros y troyanos supo vivir luengos años.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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